17/11/15

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Muchas gracias

23/10/15

La chica que tenía que presentarme me mandó un whatsapp a media hora de empezar. Decía que había tenido un accidente y que lo sentía mucho pero que no podía venir. Le pregunté cómo se encontraba, pero ya no estaba en línea. Misterioso. Sobre todo por un correo que me mandó la semana antes diciéndome que sufría miedo escénico y que eso de hablar en público le inquietaba. Total, que le dije a Mireia que se sentara a mi lado, en una silla metálica, más de velador que de librería, y que además le iba grande. Pude ver sus piernas columpiándose todo el rato.
Ayer leía un comentario del poeta Alberto Masa en su blog. Hablaba de Burroughs y de lo que escribió en El almuerzo desnudo: Se aprende más hablando que escuchando. De ser cierto le saqué partido a esa hora en que mi voz deambuló caprichosa y sin brújula. Después leí algunos poemas. Las piernas de Mireia seguían bailando en el aire. Quizá la poesía sea eso y no lo otro. Quizá no atendí a la revelación y llené de palabras un vacío que estaba llamado a ser un elogio del movimiento, los zapatos de mi hija describiendo una curva superior a cualquier pensamiento improvisado.
Entre una lectura y otra se acercaba y me decía al oído: ¿tienes sed?, a la vez que me ponía agua en un vaso que luego se bebía ella.
La presentación fue perfecta. Ahora lo sé. Ninguna de las que vengan, si es que lo hacen, podría resultar mejor. Te debo una, Mireia.
Hace dos años miraba más el paisaje. Nunca había trabajado junto a un bosque y de pronto me encontraba ante una formación de árboles que querían decirme algo. Escribía y no apartaban la vista. Quizá su estrategia fuera plantarse frente al intruso del ordenador, como en las películas en que los recolectores de algodón se plantan frente al capataz en silencio y se quedan muy quietos a la espera de que el tirano capte el mensaje. Yo era el capataz de los ventanales, pero seguía sin saber. Después me acostumbré a su presencia y desaparecieron. Ayer por la tarde volvían a estar allí. Kawabata contaba que descubrió la belleza en el resplandor del sol en unos vasos colocados sobre la mesa de un hotel en Hawái. Le pasó a los setenta años, poco antes de morir. Había ido a dar una conferencia. Al bajar a desayunar se encontró con esos destellos, las estrellas de luz con las que el sol le quería decir algo. Mi bosque, aunque no sé si llamarlo así porque oficialmente es un monte bajo, siguió su ejemplo ayer, justo cuando las sombras de los árboles estaban a punto de desaparecer y los verdes se confundían con los ocres de la tierra y los grises que dejaba caer el cielo como lonchas de un fiambre imaginario que querrías recibir con la boca abierta y luego masticar como cualquier alimento.
Me gusta planchar con la radio. Cuando lo hago soy todo lo crédulo que esos programas desean de mí. Apariciones en pueblos. Niñas que tocan el piano con dos años. Cuando me cansa una historia busco otra. Sale una voz dando consejos capilares, que también me creo aunque no decida llevar a la práctica porque mi pelo goza de buena salud de momento. Escuchar la radio mientras plancho me devuelve a las frases que oía de niño, de boca de mi madre o de la asistenta: las dos manos planchan. Los pasillos de donde venían esas voces se han hecho tan largos y negros que en tardes como esta (será también por la lluvia) dan ganas de gritar. Las dos manos planchan, es así, sobre todo al alisar una camiseta de gimnasia, talla ocho, por ejemplo, blanca con unas rayas rojas muy delgadas, con el nombre y apellido de alguien escrito en la etiqueta.
Cualquier alma viene con un libro de visitas
atado con una cuerda para que nadie lo robe.
Tapas de falsa piel manoseadas por el tiempo
y los curiosos. Yo estuve aquí en 1983, dice uno,
como si su nombre fuese oro.
Los ritos de la experiencia monumental,
extraños en cuadrigas imitando a Charlton Heston,
predicadores en púlpitos de plástico, pontífices
sumos del amor hechos en China.
Qué pereza casi todo. Tenía razón Manrique:
(adapto sus versos a hoy) La memoria
es un premio de consolación
para cuando en el tragaperras de la vida
solo te salen limones.
Solo las preguntas son mías,
ni siquiera las alcayatas negras
que las sujetan
van en el paquete.
Dudas que colecciono
como coches Hot Wheels
que mi mano dirigió. Pero en difícil.
Yema del índice (blanco de la presión)
sobre el parabrisas
echando a la sangre hacia otro lado,
espantándola para buscar
lo que nunca aparece.
Estaba en la explanada del hotel vela y se acercó una pareja para que les hiciera una foto. Llevaban unas bicis antiguas. El sol de mediodía se reflejaba en los cristales. Posaban negando mi presencia, como manda el amor. Simplemente buscaban algo con ojos y dedos, y yo cumplía los requisitos. Un espejo para después, para el invierno. Es de mala educación pensar algo así mientras encuadras dos cuerpos en la pantalla de un móvil. Hay que dejar que la luz les ordene como pueda y le dé al mundo esos dos segundos que necesita para convertirse en un lugar adecuado. Disparé tres veces para no equivocarme. También por ellos y un poco por un presentimiento que de pronto subió por mis dedos creando una corriente parecida a la sanguínea pero más ligera, con capacidad para formar olas y reprises de agua brillante corriendo sin dirección. Ah, sí, me dijo algo en las tripas, recuerdo que era así. Fue la envidia con mejor salud que conoceré nunca, aunque con dientes de oro que hacían sangre al morder. Cómo si no. Al devolverles el teléfono me dieron las gracias sonriendo y sin levantar la vista de la pantalla. El dedo de la chica fue deslizándose hasta que me hizo desaparecer.
He cogido la costumbre de escribir para saber que estoy vivo. Mireia me regaló una pluma que le sobraba. Este año aprenden a usarla en el colegio. Acaba con las manos negras, pero en el viaje descubre la emoción de las palabras naciendo tan cerca. La punta se desliza. La uve. La eme. El tiempo es esa mosca que vuela entre una letra y otra. No sé si empieza a sentir mi necesidad o solo ha abierto la puerta del gimnasio. Quién lo sabe. Tecleo ahora en el bloc de notas del móvil. Mis dedos son ratas alrededor de un saco de trigo. No hay mérito en algo así. Voy camino de Barcelona. El sol ya no está. Julio César sabía que había estado en la guerra cuando se sentaba a escribir. Ya somos dos. Mi Omnia Galia cabe en el porta revistas del asiento.
Al otro lado de las vías hay una hilera de cinco tilos que esperan al tren. Desde que construyeron la nueva estación se quedaron fuera de toda posibilidad de viaje, a pesar de que el andén viejo siga allí, habitado por la maleza y algunos bocetos de arte urbano que no llegaron a más. Cuando hay viento mueven las copas a la vez y las hojas actúan como gimnastas chinas aplicadas en el arte de sacarle partido estético al sol. Llevo nueve años disfrutando su lenguaje. Les he visto vestidos y desnudos. Me atrevería a decir que he aprendido algo sobre la humildad mirándoles. La contadísima nieve nunca les ha puesto en disposición de presumir. Tampoco posan para catálogos de moda de otoño: sus hojas no tiñen a tonos comerciales como sus vecinos. Un día despiertan sin nada y ya está. Sé que tarde o temprano llegará alguien al barrio. Se acercará a la taquilla de la estación y dirá: cinco billetes de tilo para el primer tren que pase por aquí. Me pondré triste viéndoles alejarse con las cabezas asomadas a las ventanillas. Para consolarme pensaré que otros se merecen las mismas lecciones que me dieron a mí.
La chica trabajaba en una cadena de televisión que él nunca veía. Cuando le hablaba de su trabajo procuraba cambiar de tema sin que se diera cuenta, por miedo a que la verdad les distanciara. No recuerdo a qué se dedicaba él en esa época. Lo único que sé es que vivía en un piso alquilado que le venía muy grande. Del dormitorio a la cocina tenía que recorrer una ele mayúscula. Cuando lo compartía con su novia era la misma letra pero minúscula.
La chica de la tele tenía turno de noche. Muchas tardes de verano se quedaban tumbados en la cama, desnudos pero sin abrazarse, esperando a que el cedé acabase. A ella le gustaba hacerlo con ópera. A él le pareció raro al principio pero se fue acostumbrando hasta llegar a sentir que aquellas voces eran de conocidos que habían perdido los nervios al verse atrapados en un atasco que duraba ya siglos.
Ella se quedaba muy triste después del sexo. Nunca supo si se debía a la ópera o simplemente por estar allí tumbada con alguien que parecía no encontrar nunca las palabras de después, las que hacen que el corazón coja carrerilla como un coche de fricción.
Al anochecer se duchaban juntos. Esponjas por la espalda y toda la ternura que él era capaz de mostrarle. No llegaba a ser una estafa, puesto que ambos parecían siempre dispuestos a repetir.
Peinada, pero con el pelo mojado, le besaba en el recibidor.
-A las doce haré que parpadee la mosca para que sepas que estoy pensando en ti –le decía al separar los labios.
Lo de la mosca era un juego, el logotipo de la cadena que aparece en una esquina de la pantalla. Supongo que ella era una de las encargadas de vigilar que la mosca estuviese siempre allí, muy quieta ante sus ojos grises.
-No me lo perderé –le respondía él.
Al cerrar la puerta respiraba tranquilo. Era como si toda la extrañeza que quedaba en casa se fuese de golpe con ella. Ni un solo día puso la tele después.
Mireia estaba acabando los deberes vestida de ballet. La luz de la mesa la envolvía en un triángulo difuso, como en un cuadro, mientras yo avanzaba por el pasillo para darle un beso. Tenía el pelo recogido. Brillaba. Sé que lo pasa bien en esa clase. La profesora viene a una sala de la urbanización. Dicen que es buena. Se sabe el nombre de todas las niñas. Las mira a los ojos y las sonríe. También dicen que antes daba clases en otro sitio, pero la echaron. Algunas niñas se quejaron de que se teñía el pelo de rojo. Las madres dicen que no, que fue porque había pocas alumnas. Ahora está empezando de nuevo. La vida tiene forma de laberinto.
Estaba fumando y la oí. Una mujer lloraba. Creo que vive en el tercero. Por el patio bajaba cristalino el sonido de su llanto. Parecía que la tuviese delante. O que tuviese dos cajas acústicas en la ventana, dos cajas inglesas de alta fidelidad en las que vivía un pájaro al que nadie podía ver, una especie de símbolo de lo que llevamos dentro. La jaula acústica le protegía de mis manos. Al tenerlo delante podía ir a por un destornillador para intentar desmontar su escondite. Retiraría la membrana de la pantalla con mucho cuidado. Apartaría los cables dorados para ver su rostro. Eras así. Sería el primer hombre en descubrir el misterio de la tristeza. El pájaro de voz humana lloraba dentro. Mire hacia arriba. Unas nubes sucias cruzaban despacio el cuadrado de cielo del patio. Después comenzó a centrifugar una lavadora y ahogó los sollozos. O quizá fuese un río que sólo pasa de noche y se lleva flotando lo que no podemos asumir.
A veces, en la cena, te quedas mirando el plato con un codo apoyado en la mesa y la mano abierta sujetándote la cabeza. Con el tenedor pasas revista a la comida. Pero sé que no buscas una hebra de cebolla que retirar al borde ni una brizna de patata que se hubiese quemado. No soportas las sorpresas cuando comes. Eso me hace pensar en alimentos que ahora no te puedo ofrecer porque bordearía leyes de la ingeniería transgénica que no contemplan a día de hoy carne de vaca que al contacto con la sartén se vuelva rosa y sin nervios, o lechugas que al masticar sirvan para hacer globos. Si la vida ofreciese las posibilidades de tus series de dibujos animados, no me importaría ser el científico de pelo revuelto que altera el mundo para verte feliz. Y de serlo, a pesar de que contara con un laboratorio gigante camuflado en una isla perdida, seguiría sin saber en qué piensas a veces en las cenas, cuando no dices nada y tu tenedor se convierte en la caña de pescar que usaban en la antigüedad los dioses de la tristeza.
En invierno me gustaba acercar la mano al cristal cuando nos parábamos ante el escaparate de la tienda de los pollitos que había cerca de Olavide. Mi abuelo pensaba que era porque quería uno. ¿Quieres que te compre uno? Y yo le decía que no con la cabeza pero seguía con los dedos abiertos y pegados al cristal. Había cientos. Amarillos y asustados. Un micromundo como el nuestro pero bajo un sol artificial de doscientos vatios de luz densa y anaranjada. Además de sentir el calor, me gustaba mirarlos. Me preguntaba qué tipo de cultura era esa que llenaba un escaparate de pollos recién nacidos bajo una lámpara. ¿Qué sentido tendría? Un día, mi hermana apareció en casa con uno. Lo traía en el cuenco de sus manos. Con los pulgares libres lo acariciaba despacio. Yo me sentí incapaz de tocarlo. Incluso evitaba cruzarme con él cuando corría por el pasillo en busca de la lámpara de calor cuyo rastro había perdido. A la semana se cayó por la terraza. Después de algunas lágrimas y de varios comentarios proféticos de mi padre acerca de la imposibilidad de una convivencia prolongada entre ambas especies, el asunto pasó al olvido. De esa experiencia guardo una idea simbólica seguramente equivocada: la vida y la muerte están separadas por un cristal que en ciertos días de invierno que ya no existen desearíamos tocar.
Mireia me dijo anoche: Nos llevamos cuarenta años y una hora. A pesar de que el cálculo no sea exacto (se comió veintiocho días) me sorprendió su curiosidad por medir el tiempo que nos separa. Luego en la cama estuve un buen rato pensando en esos cuarenta años y una hora en los que me dediqué a hacer otras cosas que no fueron estar con ella. ¿Con qué los llené? ¿Dónde estuve? Me pareció un tiempo disparatado y enorme, igual de intangible que las guerras antiguas en las que acababan luchando varias generaciones distintas. En cambio, creo que estos casi nueve años con ella me han ayudado a acercarme al que quería ser. Ella me ha acostumbrado a la valentía de mirarlo todo con ternura. A veces la observo y siento miedo. Sé que tendrá que pagar con dolor por ser como es. Cuando se queda tan callada, como ida, y los demás le preguntan si está enfadada yo no le digo nada porque es como si me mirase en un espejo. Algún día le diré que la edad te enseña algunos trucos para disimular y romper a tiempo el silencio con una bengala lanzada al cielo con la que los demás sepan que sigues vivo y consciente de la responsabilidad de escuchar sus voces y ordenarlas y actuar con ellas como una telefonista en blanco y negro ante un panel de clavijas que conectar.

21/9/15

Estaba cuatro meses sin llamarme y luego lo hacía a destiempo, perdido en una franja horaria que debía calcular con los dedos al colgar, sumando o restando horas al número que aparecía en la pantalla del despertador. Estuvo en la selva de Borneo viviendo con una tribu que trepaba por árboles gigantes, luego en otra isla que no recuerdo, en Patagonia, al sur de California, Santo Domingo, Miami durante algún tiempo más extendido en el que todos creímos que se asentaría, pero no, sólo fue un punto y coma retardado por un enamoramiento que acabó pasando. Al colgar sentía envidia, tristeza y rabia a partes iguales. En el mundo ordinario era martes, amanecía con esa parsimonia desquiciante de los peores días de invierno y lo que se veía por la ventana era la fachada de un edificio público al que los árboles le llegaban a la altura de los tobillos. Mi única defensa eran las palabras de Cavafis, que al recordarlas me ofrecían una posición superior respecto a él, como si tenerlas enmarcadas y colgadas a la vista me inmunizase contra los placeres de la aventura ajena. Lo que quemas en un sitio lo quemas en todos, decía. Mi amigo había decidido desoír al poeta lanzándose histéricamente a buscarse en cada palmo de tierra nueva que estuviese a su alcance. Yo, con su misma edad, elegí consumir el extracto de otros que lo habían hecho y luego se habían puesto delante de un papel a exprimir los frutos recogidos: ambas manos apretando lo que fuera y las gotas luminosas cayendo muy despacio. Eso me convertía en espectador a la sombra de alguien que había ido y vuelto para traer tesoros. Cualquiera de las dos posturas resultaba arrogante, en activa o en pasiva, lo sé ahora, o lo supongo al mirar atrás y reconocer que toda estrategia juvenil para comprender el mundo lo acaba siendo. Me pregunto si habría otras o si fuimos cortos de vista a la hora de extender la mano. Él, subido a un árbol que arañaba la tripa de las nubes. Yo, descubriendo mi respiración frente a las hojas de un libro.
Podía ir a recoger a mi hija, por lo que nadie sospecharía de mi presencia allí, un viajero sentimental recorriendo de nuevo el camino de las falsas acacias, los árboles del pan y quesillo, como los llamaban antes los niños, porque se comían las flores blancas que sabían raro, entre dulzón y ácido. Nunca supe la razón de ese nombre que ni pan ni queso dejaban en la boca. Masticábamos flores, aunque no estaba bien visto hacerlo porque decían que eran tóxicas y si alguna monja te pillaba te las hacía escupir delante de ella. Muy bien, ya está, no lo vuelvas a hacer. Su mano se deslizaba por tu pelo hasta la nuca siguiendo la ruta de la condescendencia que tantas exploradoras con toca han hecho. Luego te limpiabas los labios con la manga del babi y esperabas a estar solo para volver a coger una. Se lo podía haber dicho al hombre asiático que sostenía la mochila de su hijo y le acompañaba con la cabeza baja, sonriendo, escuchando en su idioma el relato de la jornada: yo comí flores blancas en este colegio hace más de cuarenta años. Seguí andando. Lo único nuevo eran dos canchas de baloncesto y una pista de tenis recién estrenada, el albero intacto. Lo demás igual, los arcos góticos, las contraventanas de madera con tantas capas de pintura encima como cualquiera de nosotros, las casas de Eduardo Dato y el palacete de la esquina que mezclaba tantos estilos que parecía tan disgustado como el día que nació. Al llegar a la entrada me paré a escuchar las voces que salían de dentro, de los niños que corrían por los pasillos porque ya era viernes y todo quedaba atrás. Una parte de mí quería entrar y verlo. Con los ojos cerrados hubiese sabido llegar a mi clase. Pero a la otra parte le apetecía fumar y no involucrarse. Gracias a ella pasé de puntillas sobre las maderas podridas de la equivocación. Saliendo volví a pasar por la sombra de las falsas acacias, una nube baja de somnolencia que me invitaba a tumbarme en el suelo y a negarlo todo.
Huir de la nostalgia como de un perro rabioso. Lo digo casi en alto, para que me llegue, y sin embargo sigo sin saber comportarme cuando estoy delante de algo que me la trae. Dinamitar mi primer colegio y su patio y a la monja muerta que me enseñó a escribir y los pasos que años más tarde me trajeron de vuelta como a una peonza hipnotizada por la fuerza que le hace girar. Inconsciente. Débil. Alterado mecanismo de entretenimiento que no discierne entre lo que hay y lo que se fue.
El camino de vuelta a casa no existe, su ausencia viene propiciada por la falta de estímulos que le acerquen a tus ojos, normalmente se borra, las piernas se convierten en dos gomas sobre un papel garabateado a lápiz, los pasos desaparecen por culpa de una inercia que te impide caer en la forma mullida de una nube o en la amabilidad de la mirada que una mujer le regala a su hijo en un triciclo, esa amabilidad deja de ser un simple contenedor semántico y te mete de cabeza en su sentido, te recuerda con exactitud lo que dicen los diccionarios, la cualidad de lo que es digno de ser amado, piensas en su significado, de ser amado, y en ese momento se despliega el camino de vuelta a casa que antes se te negaba, como en los cuentos tridimensionales comienzan a surgir de la nada hileras de árboles y una fila de casas que superan a las de verdad bailando en pase privado para hacerse perdurables, como si la vida de pronto fuese una moneda antigua que nadie ha tocado jamás.

15/9/15

Con buen tino, la monja sevillana le hincó los pulgares en la carne para hacerle un hueco al gusano de las palabras. El bicho entró cantando. Un cuerpo de fiesta dentro del niño asustado. Por las tardes les leía cartas del obispo que sólo escuchaba él con los ojos en otro sitio, cambiando el discurso prelado por el que le dictaba el gusano. En los pasillos había tiestos. Comitivas de geranios. Pero lo mejor era el olor a sopa de ave que venía de arriba, más allá del artesonado y los mapas de humedades que pintaba la lluvia. Sor Margarita celebraba corros de niños con petos. Cada uno una letra. Él quería consonantes. La efe del libro de Air France que hojeaba en casa. La ce del rótulo vertical de la clínica. El gusano fue hurgando. Cada centímetro colonizaba un país y luego lo condenaba a una tristeza de mucho sol. El bicho se pasó su edad cantando. Le decía cosas. La monja sevillana acariciaba el pelo brillante del niño en los recreos. Te gustan las palabras, le decía. Los otros, mientras, hablaban a patadas en el columpio oxidado de la bola del mundo. Cuando respondía bien, Margarita le daba una naranja que sacaba de la nevera tripuda, a la izquierda de su mesa, junto a la bandera dormida de España.
Por las noches hacía tortilla. Se sentaba en un taburete y pelaba dos patatas con un cuchillo corto de mango nacarado. En silencio y en calzoncillos si era verano. En silencio y con el albornoz anudado cuando no. Por el patio subía el olor de otras cenas, los gritos, las broncas, las amenazas y luego sus réplicas, con una extraña acústica que iba empequeñeciéndose y con ella a su dueña, generalmente, que después sollozaba hasta hartarse. Todo lo que la naturaleza negaba a la comprensión aparecía con la caída del sol.
Cuando la tortilla estaba cuajada la ponía en un plato y se iba al salón. Encendía la tele y veía lo que fuera. Luego se duchaba, se peinaba, se echaba demasiada colonia y elegía despacio la ropa de salir. Tenía un coche muy feo, el tanque de un payaso al que sólo le llamaban ya para funciones de pueblo. Con él trabajaba y con él recorría la ciudad de noche en busca de amor. Su local favorito era uno en la zona norte, El caballo de cristal, una cueva con espejos y velas en la que el sudor se mezclaba tan bien con el olor a desinfectante que a veces parecía que los dos bailasen juntos en la pista vacía cuando nadie les miraba. Acercaba el taburete a la barra como si la fuese a conducir y buscase el pedal que ponía en marcha todo. Con un cigarro entre los dedos trazaba un mapa de puntos luminosos, puntos con faldas de terciopelo o con vestidos cortos de lana. Daba igual. Un hombre solo fumando tabaco negro en 1974, ¿quién querría escuchar su historia? Cuando volvía iba directo a la cocina, abría la nevera y se comía las sobras de la tortilla, de pie, sin atreverse a saludar a la oscuridad del patio que a esas horas jugaba a ser la garganta de un loco.
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(Fragmento de La ciudad de los chistes malos. Luis Acebes)
Me pidieron una foto de cuerpo entero. Una en la que estés andando, dijeron. Tardé un rato en relacionar el juego visual con el nombre de la editorial. En fin, hacía calor y Nuria me la hizo en la piscina. Seguro que mi madre no acabará de ver bien eso de salir en chanclas y bañador en la portada de un libro. Bueno, pues aquí está el diseño, y pronto en cuerpo y alma. El tercero ya de poesía, aunque lo miro como si fuera de un extraño. Y mucho más al repasar los poemas. Buscando erratas me acabo buscando en las palabras. ¿Lo he escrito yo? ¿Para qué? Quizá el hecho de aparecer en la portada sea una excusa, otro juego visual que me condena a reconocerlo.
La última vez fue después de leer del tirón cincuenta páginas impecables de El museo de la inocencia. Cerré el libro y me dije, casi tocando a la vez con los dedos las palabras que se iban formando en mi cabeza: cuando sea mayor escribiré como Pamuk. No caí en el sentimentalismo barato de pronunciar mi objetivo entre dientes ni, afortunadamente, apretando el libro contra mí mientras dejaba caer los párpados conteniendo la respiración. No llegó a ser tan bochornoso, pero sí la intención y la expresión mental y su deseo, los mismos en los que históricamente he caído al experimentar mi admiración por algo o alguien en cuya altura había colocado mi listón. No hace tanto de lo de Pamuk, dos años quizá, lo que significa que ya tenía una edad que a todas luces se puede considerar adulta a pesar de que la indolencia y el infantilismo social consideren que debemos comportarnos como si tuviésemos diez o quince años menos de nuestra edad biológica. Mis cuando sea mayor ya empiezan a estar de más puesto que lo soy hace tiempo. Quizá haya decidido escribirlo para acabar con esta manía. Ya lo soy. Ya lo eres. Lo terrible es enfrentarse a esa verdad y descubrir que a día de hoy el listón no está al alcance de mi mano, y que el placer de la postergación me protege de mí mismo tanto como el placer de imaginar el hipotético día en que llegue a su altura o a la de cualquiera de los que me han hecho olvidarme de mí a base de inventarme a otro.
Me bajé en Alonso Martínez porque de vez en cuando necesito pasear por esa parte de Madrid que parece París en miniatura. Faltaban cuarenta minutos para la reunión y sesenta páginas para acabar el libro de Schlink, así que me senté en el primer banco que vi a la sombra. Las copas de los árboles se columpiaban despacio. Se paró un Mercedes oscuro y puso los intermitentes. Una criada de uniforme esperaba en el portal. Se bajó una mujer y le hizo una seña con el dedo apuntando al maletero. No hubo más. La mujer desapareció dentro. Diez segundos después le siguió la criada filipina con dos maletas. Cuando volví la vista al libro descubrí que me había sentado frente a una editorial. La puerta del balcón estaba abierta. Al fondo se distinguían siluetas de mujeres que pasaban. Una esperaba frente a la fotocopiadora. También vi un hombro furtivo de piel muy blanca atravesado por una hombrera. Me pregunté que harían. Me dio rabia no estar allí, leyendo un manuscrito o redactando una contraportada. O simplemente opinando sobre la insoportable vanidad de todos los autores y riéndome de los motes que le pondrían a cada uno. Envidié el trabajo de panadería que hay detrás de cualquier producto cultural. Allí sentadas. Me hubiese gustado hablar con ellas por el balcón, aún a riesgo de parecer uno de esos cuadros andaluces en los que un hombre ronda a una mujer con abanico. Pero lo mío no era romántico. Como mucho un intento de seducción intelectual, un pavoneo ridículo en el que mostrar encanto y acabar diciendo que eres poeta, uno menor, que tienes obra, pero desconocida, aunque muchas esperanzas, grandes esperanzas. Y todo a través de la hoja abierta de un balcón, pero como en una película francesa que no se ha estrenado todavía.
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Una semana después acabé sentado en el mismo banco por culpa de otra reunión a la misma hora. Volvía a tener cuarenta minutos para mi pequeño París. El balcón de la editorial estaba cerrado. Encendí un cigarro e intenté imaginar que se abría y que una de las mujeres se asomaba y me decía: Eres el que escribió eso en Facebook. Lo leímos el otro día. Nos hizo gracia. Pasa y tómate un café con nosotras. Pero las hojas del balcón no se movieron. Tampoco estaba la criada filipina de la otra vez. Llegó un hombre mayor y se sentó al otro extremo del banco. Hice fuerzas para que me dijera algo. Quería que me explicara por qué el tiempo se comporta así y nos trae y nos lleva y nos deja y nos sube a norias y luego se olvida de pararlas o lo hace a desgana con la punta de un dedo y luego confunde nuestro nombre con el de otros que se subieron antes y se comporta como si sus historias nos tuviesen que pertenecer. El anciano atusaba a su perro color chocolate. El animal parecía mirar también hacia el balcón. Quizá esperaba algo. Que levante la mano el que no espera nada, tendría que haber dicho con su voz de perro. Antes de caer en la trampa de un segundo cigarro me levanté y caminé hacia Rubén Darío pensando que ya nunca más volvería a sentarme allí.
Llevaban el mismo coletero. Su pelo brillaba tanto que al llegar al borde de la frente hacía que la vista cambiase de país y entrase de golpe en uno en el que siempre es de noche. Los brazos de la madre alrededor de su espalda compensaban las sacudidas del tren. Todo irá bien, mija, ya verás, oí que le decía. Luego empezó a tararear una canción. La niña cerró los ojos. Yo también debí hacerlo. Repítelo en voz alta para todos, me quedé con ganas de pedirle, antes de que llegue nuestra estación.
Todos los pasajeros del vagón estábamos unidos por un hilo. El problema es que a esas horas nadie lo piensa. Resulta más amable perderse en la prensa deportiva o decirle a alguien que no se olvide de comprar fruta, y adornar el mensaje con un dibujo, una cara con corazones en vez de ojos, o siendo mas pragmáticos una rodaja de sandia. Pero lo estábamos. La prueba está en que me di cuenta. Lo vi. El tendido nos convertía en postes humanos a lo largo de un desierto. No creo que la cosa llegue a hermandad. Serian tintas muy cargadas. Prefiero lo de los postes obligados a una leve geometría. A través del hilo supe que circulaba un mensaje: no queremos eternidad, nos conformamos con la permanencia. Después de leerlo procuré bajarme del vagón más despacio que de costumbre para evitar que se rompiera.
Toda esa energía vuelve cuando quiere, como una ex que viviera hace años en Vancouver y de pronto le da por aparecer con un hola, qué tal todo, veo que sigues teniendo esa foto enmarcada, pobre, tan sentimental, siempre maniatado y girando por el laberinto de microsurcos de tus trozos de plástico. Nos vimos la última vez en el Olímpico de Roma, 2013, en el concierto de Muse, aquella guitarra sintetizada, estridente, fría como el corte de un cuchillo japonés de teletienda anunciado de madrugada. Te vi. Estabas allí. Llegué en el vuelo 4367. Vancouver, Roma. Aterrizamos antes de hora, el Atlántico y los vientos favorables. Me han dicho que ahora abres Youtube como una anciana que levanta la tapa de un cofre perfumado para sostener entre sus dedos una piedra roja y decir mientras, muy bajito, casi para nadie: el pasado.
Será por el catarro o porque nunca había leído a Buzzati, pero Los siete mensajeros me ha parecido un cuento maravilloso, sobrio y a la vez tan delicado y con una resonancia digna de Kafka. Creo que los sobrecitos de Bisolgrip no hacen nada. Pero resulta tranquilizador ver los polvos cayendo en el vaso y cómo se convierten en una cortina traslúcida a golpe de cuchara. Al tragar crees que tienes muchos menos años, que todo ha sido un malentendido y que estás en otra casa, en otra ciudad, ante un libro de arte de páginas muy gruesas. Sentado frente a una ventana observas llover. El dolor en el pecho ha pasado a tomar el aspecto de una gárgola que espera algo en la fachada de un palacio. ¿Cuántos seres fantásticos se atreverían a toser en un momento así? Vuelvo al libro. Cogeré el próximo tren antiguo que me quiera llevar a Roma a pesar de mi estado.

27/8/15

Sé muy poco de mujeres separadas. Me parece que les gusta tomar el sol. Me refiero a que parecen tomarlo más en serio que las que tienen pareja. Con un hombre al lado no te puedes abandonar a ti misma tanto. Aunque estés tumbada y con los ojos cerrados debes deslizar la mano de vez en cuando hasta encontrar su brazo o con el filo de una uña hacer una caricia telegráfica que le recuerde que le quieres. Hay algo en las mujeres separadas que toman el sol que me pone triste. Esa escenificación tan minuciosa del autocontrol, como si tuviesen en casa una licuadora capaz de convertir en zumo todos los libros de autoayuda que se hayan escrito. Y quizá un accesorio adicional para licuar canciones de Billie Holiday y extraerles las enseñanzas mientras la pulpa del dolor se deposita en otro lado. Lo poco que sé de mujeres separadas lo aprendo en verano de una vecina que hoy lleva un bikini azul oscuro y parece estar especialmente triste, como si se hubiese cansado de su licuadora y suplicase cambiarla a ciegas por un trozo de piel que acariciar.

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Me acosté pensando en la mujer del bikini azul oscuro. Se había convertido sin saberlo en la reina de todas las mujeres separadas del mundo. Cenó poco y con las piernas dobladas sobre el sofá. Un plato con dados de piña y un yogur que dejó a medias. Tenía el pelo recogido bajo la corona de plástico. Al segundo bloque de anuncios apagó la tele porque ya no podía soportar a todos esos actores diciéndole lo que sería su vida si les hacía caso. Dos pisos más abajo estaba el hombre que la proclamó. El infame cenó salmón ahumado y un tomate partido en cuatro. Nada de postre. Después fue al salón. Encendió la tele. Repasó la oferta de películas por cable. Quiso ver una de ladrones de joyas. Quiso ver una de Antonioni. Acabó presionando ok sobre la carátula de El sueño eterno. Lauren Bacall parecía haber cenado piña también, con las piernas dobladas sobre un sofá tipo imperio tapizado en crema. Había algo en sus ojos que le recordó a los de la mujer del bikini azul: la posibilidad de contener la espuma de todos los océanos conocidos sin derramar nada. Pensó en esas mujeres de hace dos siglos que aprendían a caminar rectas con libros en la cabeza. Pensó en la logística femenina de la tristeza, en su equilibrio, en lo diferente que resulta a la de los hombres, tan escondida que cuesta luego años ablandarla a base de alcohol, el que un sádico echaría por la boca de un hormiguero cuando no le viera nadie. Dieron las once. El mismo dedo del ok dijo basta. Lauren Bacall desapareció sin decir nada. Con la pantalla en negro pensó que el mundo es una broma digital que había desbancado a la memoria, igual que los trenes de alta velocidad enterraron a los otros que ahora dormían en vías muertas invadidas de maleza, lienzo de grafiteros o nido de aves valientes que aceptan ese montón de hierros como casa. La mujer del bikini azul oscuro se miraba la cara en ese momento en el espejo redondo del baño. Cogió un tubo dorado. Esparció crema en círculos a dos centímetros al sur del ojo izquierdo. Luego en el otro. Dejó la corona en la mesilla junto al móvil cargándose. La luz de la pantalla iluminó la baratija durante diez segundos, lo suficiente para demostrar que no valía nada.
Salí con una chica que creía que mi ombligo fabricaba pelusas. Como estaba muy enamorado no le llevé nunca la contraria ni me atreví a confesarle que aquello que se entretenía en tocar con la yema de su índice era un remate mal cosido de mi cordón umbilical, un reborde oscurecido por el tiempo que, como los fondos de los pozos, invitaba a imaginar cualquier cosa. Pasaron los años. Me casé con otra mujer, con una que no creía en fábricas subcutáneas de pelusas ni en que mi cuerpo ofreciera prestaciones sobrenaturales. Tuve dos hijas. La pequeña, cuando lo era más que ahora, también mostraba curiosidad por mi ombligo. Un día estaba tumbado en la cama y ella lo miraba sin atreverse a decir lo que pensaba. Luego acercó la cara y empezó a hurgar con el dedo. Juro que hice fuerza para que encontrara una pelusa por pequeña que fuera, una prueba de que era verdad, de que existe la biología fantástica igual que existen los eclipses o las auroras boreales o las nubes de desarrollo vertical que desde el suelo se confunden con tanta facilidad con el perfil de un rey persa que acaba de ganar una batalla y mira al cielo como si le debiera honores. Algo que nos hubiese llenado de una extraña alegría a ambos.
Cuando no puedo dormir me asomo a la ventana del dormitorio o paseo por casa. Como soy tan poco amante de lo fantástico mis deambulaciones resultan muy anodinas. Todo sería diferente si hubiese sentido más atracción por Lovecraft en algún momento de mi vida. Pero hay lo que hay. El precio por elegir la realidad, o que ella me eligiese un día en su equipo y sólo me consienta desde entonces el auxilio de la luz amarilla de las farolas para mis divagaciones. La noche, cualquier noche, es una invención; una consecuencia cultural de lo que somos. Por eso las mías son salas de espera en las que leer esas revistas que no paran de airear mis errores. Anoche hojeé varias. Siempre lo mismo. Parece que no se cansen de sacar basura. ¿Qué más dará lo que ya pasó? La fe ofrece redención a precios asequibles. O eso dicen. Pero me pasa como con Lovecraft. Estoy condenado a agarrarme a la luz eléctrica, a pensar que es una divinidad de marca blanca, como esas mermeladas de melocotón tan dignas que hace Carrefour. Anoche lo comprobé. Abrí la nevera y cogí el tarro de cristal. La montaña anaranjada se veía humana a la luz blanca: un Edén en medio de las tinieblas. Dioses asequibles, así se podría llamar esta época. Lo que cargué en la cuchara bajó despacio al estómago. El paladar tuvo tiempo de sacar algunas conclusiones, como esos sheriffs de Cormac McCarthy que te palmean la espalda y te dicen: Dios está contigo, muchacho, ahora vuelve a la cama.
Cerca de casa hay una residencia de ancianos. Es uno de esos edificios que por fuera parecen otra cosa: una urbanización más a la que sólo le traiciona una valla en la que pone el nombre y una frase eufemística sobre una foto de banco de imagen en la que dos abuelos anglosajones sonríen. Por lo visto te dejan llevar tus muebles. Muchos lo harán. Tras la mudanza se sentarán en su sofá y descubrirán que la realidad se ha comprimido: los marcos con las fotos de los nietos mucho más cerca de lo que estaban antes porque al aparador hubo que quitarle un cuerpo y arrimarlo a la mesa y a la única butaca que cabía. Los domingos ves a algunos paseando con los hijos. Se agarran del brazo y caminan muy despacio. El hijo o la hija no dicen nada. Parecen estar cumpliendo una condena, un trabajo impuesto por la comunidad en pago a ciertos errores del pasado. Miran al frente y procuran no pensar. Entre semana no es raro ver a alguna anciana entrando en el Supercor a comprar galletas. Debe ser duro. A la soledad hay que sumarle la exclusión social, tan sólo esquivada con las escapadas furtivas a por dulces que no figuran en el menú. Cuando los veo intento imaginarme dentro de todos esos años que se supone que me separan de ellos. Mis pies moviéndose despacio, en el mejor de los casos, arrastrándose entre los lineales de un supermercado que ya no reconoceré, en busca de una marca de galletas que ya no existe.

21/8/15

Me he enganchado con bastante retraso a True Detective: estética impecable, narración con buena poesía detrás y dos protagonistas que saben lo que hacen. Aunque confieso que me importa un pito quién mató a la chica de la cornamenta que encontraron en el bosque. Siempre me ha sorprendido que a la gente le guste el género negro por el morbo de saber quién apretó el gatillo. Trata al espectador como a un niño: si te portas bien y te quedas hasta el final te diré quién es el asesino. Maldito suspense. Pero ellos lo saben desde el principio. Juro que no lo entiendo. Será que mi aversión a las tramas empieza a ser enfermiza y no soporto que nadie se empeñe en entretenerme. Me conformo (y ya es mucho) con que me guste lo que me cuentan y cómo me lo cuentan. Una de mis películas favoritas es El sueño eterno. La habré visto más de veinte veces. A los cinco minutos me pierdo con el lío de los nombres y con lo que tiene que hacer o dejar de hacer Marlowe para resolver el caso. Me quedo con la escena del invernadero en la que el detective toma coñac con el general de la silla de ruedas. Se nota la mano de Faulkner en cada gota de sudor. Lo interesante de estas películas es todo lo demás: el camino, las desgracias, las debilidades, el alcohol, la soledad, las mentiras, la búsqueda de un ideal romántico que roza el paroxismo y rebota en todos los cuerpos que el protagonista encuentra a su paso sin encajar en ninguno. Y no las migas de pan que tiran para que sigamos avanzando.
El chino nuevo vende lo mismo que el otro. Apenas les separan cien metros y una esquina en cuesta. La diferencia es que la china del chino nuevo se queda muy callada tras el mostrador mirando al infinito. Las pocas veces que he entrado siento que su mirada perdida es un reclamo publicitario, y por eso me vuelvo disimulando para encontrar el punto al que se dirige. Un día creí que se trataba de los bajos del frigorífico de los refrescos, lo que hizo que mi envidia se multiplicase por cien y le sumara mi admiración: ensimismarse con la rejilla de un electrodoméstico demuestra una vida interior abundante y plena. Creo que el nuevo chino no durará mucho. La dueña del otro tiene una visión más comercial, sólo manchada con la afición a las películas románticas que ve en un portátil forrado de plástico que coloca sobre una banqueta. Pero su vicio se interrumpe al oír la campanita de alarma de la máquina del pan o cuando un niño trata de robar alguna chuche. Este pensamiento local es escalable y aplicable para entender el éxito y el fracaso de cualquier organización empresarial, política o religiosa que conozcas.
A veces el lenguaje crea problemas que no existen, como el de atribuirle género a una ciudad. Madrid, por ejemplo. El primer impulso anima a pensar que es una mujer porque ciudad es femenino y parece razonable la concordancia. Una vez pactado mentalmente comienzan las dudas. Ninguna mujer es tan dejada ni consentiría un urbanismo tan disparatado y caótico en su cuerpo. Tampoco es una ciudad delicada ni recoleta como Venecia, o su homóloga Amsterdam, que parece dormir con un espejo de mano en la mesilla para observar cómo le suben las bicicletas por la espalda al despertarse. Entonces giras y decides que sea un hombre. Si la musculatura actual de una ciudad se midiera por sus rascacielos, Madrid sería un tipo que hace siglos que no pisa un gimnasio y prefiere desparramar su tripa en una terraza de Lavapiés tirando cabezas de gamba al suelo. Lo peor es cuando llega agosto y se vacía y descubres que no tiene género, que su único sexo es tu nostalgia de coleccionista de fotos malas que vas pasando por aburrimiento. La ciudad detrás y tú creciendo, cambiando cada día en primer término, con el flequillo más largo o más corto, por Rosales, en Atocha, cuando fuiste con tu primera medio novia al Retiro, en una barca con aquel rey a caballo que os vigilaba, los castaños, los plataneros, los alcaldes que fumaban puros, las acacias, los mirlos tiznados de blanco o las palomas bobas que nunca se cansan de comer pan. Y los puentes que ya no existen y los faraónicos edificios franquistas de un gris de saldo, inapropiado a la gama de azules que manejaba Velázquez. Y los barrios obreros antirrenacentistas y el neoclásico pasteloso y las plazas castizas que se obstinan en su amor por la mugre del pasado. Cuando Madrid se cansa de enseñarme fotos me deja imaginar que tiene un cuerpo asexuado que deja caer sobre una arteria principal, como diría un policía cursi. Los pies apoyados en el puente de Joaquín Costa y la cabeza buscando un punto mullido en el Botánico para no moverse hasta que llegue septiembre.

18/8/15

El padre de Obi-Wan ha muerto. La llamábamos así por el disfraz que trajo hace mucho a una fiesta de cumpleaños de Alba. No es muy común que una niña de siete años elija emular al mentor y guía espiritual de Luke Skywalker a una edad en la que el resto llevan diademas y varitas mágicas. La única vez que vi a su padre fue en el pasillo de casa, mientras sujetaba bajo el brazo la espada láser de su hija y le ayudaba a ponerse el abrigo. Sólo fue una mirada. Levantó en el aire la mano derecha con la palma extendida y me dijo gracias. Después desapareció. Cuando Nuria me dio ayer la noticia estábamos en la piscina. También estaba Alba, leyendo a la sombra. Le pregunté a mi mujer cómo había sido. Contó que en la playa, un infarto cerebral, algo súbito. Tenía cincuenta años, una edad en la que se supone que aún no has entrado en la sala de espera de ese edificio desconocido y ni siquiera tienes intención de saber dónde está, aunque a diario dediques mentalmente unos minutos al simulacro de cómo y cuál de tus personalidades se pondrá delante ese día para agarrar la bandera. Alba no despegó la vista del libro en todo ese tiempo, pero sé que escuchaba y seguía el hilo sin querer mancharse. Quizá al conocer la edad tan temprana se asustó pensando que también a mí me podría suceder. O quizá fue en respuesta a mi comentario de que es algo que le puede pasar a cualquiera en cualquier momento, y dicho con la tranquilidad del que sabe que después del verano llega el otoño y que por más vueltas que le des no cambiará nada. Pero esa naturalidad tan estudiada trabajó en mi contra haciendo que yo pasase por un insensible, por un gañán emocional incapaz de mantener una conversación apropiada con unas damas, por alguien que desconoce que hay ciertos temas que una mujer prefiere no tratar cuando toma el sol en bikini. Puede que tenga razón. Puede que la mejor opción sea actuar como si la vida fuese un capítulo muy largo de una serie de Disney Channel en la que todo el mundo sonríe y toma zumo de naranja en bares de cartón junto a una playa de California en la que nadie tiene el mal gusto de tener cincuenta años, y mucho menos caer desplomado sin que figure en el guión.

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Pensaba anoche en lo del padre de Obi-Wan y, en general, en cómo cambian las cosas al ser contadas. Cuando uno empieza a escribir (me refiero a con cierta insistencia) se preocupa más de aspectos formales. Al principio la escritura son las palabras y el efecto que transmiten. Alguien descubre un juguete nuevo y siente la necesidad de exhibirlo. El juguete de la escritura comienza siendo un asunto estético, vanidoso. La forma prevalece y oculta al pensamiento, que casi pasa inadvertido o adquiere la presencia del personaje secundario que aparece a mitad de película por una puerta y al minuto siguiente vuelve a desaparecer. Pasado el tiempo, la forma se convierte en un coche de alquiler en el que te montas para hacer un viaje. Las ruedas, los cromados y la ingeniería de las válvulas pierden importancia en favor de una ruta que te llevará, en el mejor de los casos, a descubrir algo. Con la cabeza en la almohada pensaba en todo esto anoche, y también en las cabezas de los que lo leyeron, en cómo descansarían a esa hora sobre otras almohadas y en qué medida, si lo hizo, afectó a su idea de cuando termine todo. Ya había olvidado las palabras. Sólo me quedaban algunas imágenes que pasaban en bucle como si me quisiesen decir algo y supiesen que debían insistir porque conocían mi torpeza: su cuerpo desplomándose en una playa, la vez que le vi en el pasillo cuando levantó su mano para darme las gracias, su pelo rizado y unas cejas muy anchas que sobresalían como la maleza de los bordes de un jardín por encima de la montura de las gafas. Intentaba ir más allá. Intentaba llegar a la necesidad que me llevó a escribirlo. Si conseguía ver su cara sabría algo. Después cerré los ojos y ya no pude ser consciente de más. Es el momento en que la verdadera realidad me tira del caballo y dice: ahora mando yo. Lástima que de todo eso no se pueda escribir. Que uno no pueda asomarse tan siquiera por una rendija para ver qué se siente cuando apareces de entre las piernas de una mujer y el oxígeno te quema los pulmones y lloras o, su contrario, cuando caes desplomado en una playa y sientes que se apaga el sol como las bombillas de bajo voltaje que dicen que había en la posguerra, que tampoco vi ni viví pero que alguien me contó. Supongo que las enciende y apaga el mismo que me tira cada noche del caballo.
A veces pienso en el informático que olía a sopa de sobre, en qué habrá sido de él después de tanto tiempo. Seguirá llevando el pelo engominado y esa cartera de piel en la que guardaba los discos. Seguirá con sus conversaciones que duraban horas y se podían seguir con la dulce apatía de un matinal de radio escuchado en una mecedora. A veces lo más trascendente de una persona es su olor, quizá cuando todo lo demás no lo es y su recuerdo es inexistente o tan superficial como un escaparate visto al pasar, pero del que muchos años después te viene a la cabeza la oveja grotesca de fieltro que utilizaban de reclamo. Me ha pasado de asomarme a un patio y creer que el informático que olía a sopa andaba cerca. O doblando una esquina en la que había una casa de comidas y de pronto me llegaba una ráfaga suya. Estos pensamientos no son ni buenos ni malos. Los cubre la misma niebla que a las ilustraciones de los catecismos que leía de niño: el cielo de los salmos y la coraza de cobre de un arcángel postrado en el suelo junto a una montaña de cuerpos sin vida. El soldado alzaba la mano queriendo tocar una columna de luz que atravesaba las nubes. Puede que sea el mismo gesto que hace por dentro nuestra memoria constantemente: querer agarrarse a algo que nos sustente para alcanzar así un puesto en el escalafón de órganos similar al que tienen el estómago o ciertos huesos fundacionales; ayudar a que no todo sea incierto y oscuro y tan efímero y escurridizo como la sensación de que un olor nos lleve de vuelta en el tiempo en un viaje del que regresaremos sin nada.
Una vecina hablaba con Nuria en el césped mientras yo intentaba buscar señales en las nubes que pasaban y me dejaba llevar por la idea de que el agua de la piscina recoge los mejores pensamientos de los que se bañan en ella, como si gracias a ciertos productos químicos fuese capaz de arrancarnos de la piel esa parte de la experiencia que se puede elevar a sabiduría. Imaginé una escena en la que un hombre bastante mayor subía por la escalerilla y me invitaba con la mano a que me bañase, y yo le hacía caso y me tiraba con ansia de que lo mejor de su vida pasase a mí. Mientras, la mujer que hablaba con Nuria le decía que las cosas están mejor porque este verano había visto muchas tiendas cerradas y eso le hacía pensar que sus dueños estaban de vacaciones, no como el año pasado y los anteriores. Mientras escuchaba la conversación pensaba que tenía suerte de tenerla cerca haciendo de rompeolas de la realidad. Ella se pone delante de todo lo que no entiendo o me supera o me suprime. Si tuviese que estimar un porcentaje diría que Nuria se encarga del noventa y cinco por ciento de las cosas y me deja gentilmente el resto para que pueda seguir viviendo.
Llegamos al pueblo atravesando una tela de Goya que hubiese estado colgada en una freiduría varios siglos, hecho que posiblemente acuñó la esencia de lo goyesco y que parece representar tan bien a España: las banderas desteñidas en los balcones de madera, el ruedo improvisado en la plaza mayor, las adolescentes vulgares y fotocopiadas que visten como en los catálogos online de las franquicias de moda pero con mucha más celulitis en los muslos, la música ratonera saliendo de los altavoces, los botellines vacíos en las mesas de los bares junto a cajetillas de Nobel y Ducados arrugadas, los tatuajes, las palabrotas vociferadas, un cartel en el que aparece la Virgen local, los padres que ven con naturalidad que sus hijos pequeños prueben el vino, los borrachos piropeadores que aprovechan la llegada de foráneas para soltar su repertorio, la policía municipal que asiste con benevolencia al espectáculo y cierra un ojo o los dos ante lo que otro día consideraría desacato. Si un extraterrestre computase todo esta información obtendría un diagnóstico de nuestra identidad. Huyendo del examen y también de la idea de que posiblemente provengamos de otro planeta en el que el toreo no se considera arte ni Telecinco entretenimiento, nos limitamos a comprar dos botellas de agua en un chino, un pan artístico con forma de flor de lis y unas pastas de almendra que ya en casa descubrimos que estaban caducadas. A mediados de agosto se celebra el noventa por ciento de las fiestas patronales de este país, razón más que suficiente para no salir de casa o hacerlo con cuidado de no encontrarse frente a frente con la realidad.
Por la noche les dimos pan a las carpas salvajes. Mireia les tiraba trozos grandes que se quedaban flotando un rato hasta que se empapaban y abandonaban la superficie. De vez en cuando asomaba la cabeza una. Incluso varias a la vez, peleando y girando ansiosas. Sus lomos tenían la misma oscuridad que el agua estancada. Había algo monstruoso en todo aquello. Pelearse por comer mientras alguien se divierte con el espectáculo. Después, junto a las cabañas, esperamos la lluvia de estrellas de la que tanto habían hablado. Miramos al cielo en busca de algo digno que recordar, pero vimos lo de siempre, lo de cualquier noche en que por alguna razón tienes tiempo y ciertas esperanzas en lo extraordinario. Bajamos muy despacio una ladera de césped mojado, justo como se hace cuando has cenado bien y te sientes tres peldaños por encima de cualquier adversidad. El viento hacía hablar a los árboles. A lo lejos, las luces de otras cabañas parecían querer decirnos también algo. Sólo son trucos de la luz, quise decirle a mi hija pequeña, no caigas en la tentación de analizarlo ni de sacar conclusiones. Pero seguí paseando con la boca cerrada pensando en las carpas gordas que perdían la dignidad a cambio de pan, o en la extrañeza de casi todo lo que rodea nuestras vidas, tanta que a veces ninguna palabra es capaz de atravesarla.
Está siendo el verano de Pla. Cartas de Italia, Las ciudades del mar, Cartas de lejos. Este hombre viajó mucho. Dudo que estuviese en el mismo lugar más de dos días. Leerle es como leer a un abuelo que no tuve pero con el que siento una familiaridad extraña y agradable. Pla es como esas cámaras de fotos antiguas que tenían el visor arriba. Te asomas y ves Europa, Cataluña y el inmenso Mediterráneo. Lo mejor: su tono casero. Nunca se viene arriba con descripciones pomposas. Habla de un puente de Londres con la misma tranquilidad que si estuviera hablando de su huerto de Palafrugell. Lo peor: que no se mete dentro de lo que cuenta, lo que hace que al final, en los puntos en los que la narración se demora más en colores, adjetivos y sutilezas del cielo, corra el peligro de acercarse a las guías de viaje y te quedes con ganas de intimidad. Pla es lírico y exuberante a la clásica. Tradición latina. A veces se confunde tanto con el paisaje que lo sientes como una planta más. En lo bueno y en lo malo está siendo el verano de Pla. Hace unos días visité la casa en que nació. Ninguna emoción. Culpa mía. Siguiendo mi costumbre de trasgredir las normas de las casas museo que visito, como hice en la de Falla poniéndome su sombrero de paja para hacer reír a mi mujer y siendo torpemente sorprendido por la vigilante, esta vez sólo pude tocar una maleta vieja. Sosteniéndola en el aire pude comprobar qué poco pesa lo que dejamos al irnos.
A veces, cuando no puedo más, cuando me puede la edad social, laboral, incluso la que cargo estúpidamente trazando una línea paralela que nadie me ha pedido y pienso en mi padre a mis años, entro en YouTube y la busco. Para que funcione debe ser la versión de 2012 en Buenos Aires. Un estadio lleno y un tipo de sesenta años con voz de rata. A su lado hay otro de su misma edad, con pantalón corto y una Gibson SG con la que sólo toca cuatro acordes. Más que suficiente. La canción se llama You shook me all night long. Con eso suele bastar. Sé que es mentira. Creo que los ochenta mil del estadio también lo sabrían. Pero allí estaban: botando, canturreando el estribillo en un inglés indecente; lo mismo que vengo haciendo yo desde que tenía trece años y alguien me regaló su disco del cañón en la portada. La tierra temblaba. Me dolía la cabeza. Hablo de cuando la vida era una noche muy larga. No quiere decir que haya terminado. Ahora es un día raro y también muy largo. Algo que a veces cuesta entender. Incluso conociendo de memoria la posición de los dedos en el mástil parece que alguien te los cambie para desesperarte. Y vuelves a intentarlo. Confías en lo aprendido. Te pides calma, la nueva temperatura de la sangre. Cierras los ojos. Me sacudiste toda la noche, cantaba el hombre-rata. Y tú, de alguna forma, sigues cantando con él.
Todas las ciudades acabarán siendo la misma. Lo pensaba ayer volviendo de Gerona en tren. Tarragona: un Decathlon, un Media Markt, urbanizaciones hechas con un molde y una franquicia de cines para ver películas de zombis y tipos tatuados que se persiguen en coches horteras. Lérida: lo mismo. Zaragoza: también. Gualadajara: no sé si ha llegado todavía Media Markt, por lo demás, idéntica. Echo de menos ser un viajero de otro siglo, aunque quizá en ese tiempo también se aburrirían contando iglesias románicas o castillos clonados. Quizá el error sea viajar, desplazarse, arriesgar la normalidad por un sueño confuso de esparcimiento que muchas veces no va a ningún sitio. España es hoy un gran espacio comercial que da cabida a muchas tiendas. Con este escenario tiene mérito albergar aún ideas nacionalistas. No sé. Lo único que se me ocurre es que en cada Decathlon suenen por megafonía músicas identificativas de cada Autonomía, así se resguardaría ese romanticismo inverosímil de sentirse diferente al que compra en la misma tienda pero doscientos kilómetros más al sur.
Primer día. Bajo el saliente de un pequeño rompeolas vimos una gaviota herida. El agua la salpicaba como si perteneciese a una especie rival. Mireia la observó al pasar y no dijo nada. Se balanceaba sobre una pata. En esa posición me recordó a los que van pidiendo en los vagones del Metro. La misma fragilidad expuesta a lo incontrolable. Quizá la naturaleza utilice signos universales que sólo descubrimos al conectar todos los hilos. Por lo demás fue una mañana tranquila. El mar se comportó como los amigos de siempre: tras un año sin vernos no hubo espacio para recriminaciones. Cuando aparecí se limitó a pulsar con suavidad el pedal de su piano para recordarme las nociones básicas del cromatismo.

Segundo día. Está tapado, dicen los catalanes en mi lengua cuando amanece con estas nubes tan extendidas y cercanas al suelo, como si desde arriba hubiesen pintado la parte baja del cielo a brochazos con un gris comprado de oferta que ha salpicado a todos los pinos de la Costa Brava. Si Sebald viviera empezaría esta tarde un viaje, porque dan ganas de hacerlo, de que la cabeza diga cuál será la aventura y el lugar. Cuando un gran escritor deja de vivir no pasa nada. No corren caballos negros sin jinete por avenidas desiertas ni los árboles frutales desobedecen a la naturaleza produciendo piedras preciosas que vistas de noche fuesen entendidas como la sublimación del dolor. A cambio dejan un hueco insoportable. La certeza de que en la última parte del camino estaremos solos y a merced del capricho de la equivocación.

Tercer día. Encontré por casualidad en un estante, junto a la caja de los Juegos Reunidos Geyper de cuando mi mujer era pequeña, una edición de 1942 de Las ciudades del mar, de Josep Pla. El libro parece en buena forma y dispuesto a que unas manos de otro siglo lo abran. Dentro había un tarjetón que anunciaba unas conferencias de verano a cargo de un tal D. Jaime Viñas, que no sé quién sería. Me sorprendió el tono naif de la redacción: ¡Tossense! ¡Veraneante! No faltes a estas Conferencias. Vivirás unos momentos que te cambiarán la vida. Entristece comprobar que siempre ha habido vendedores de productos culturales y agitadores a sueldo de la mente, incluso en 1946 y en un pueblo como Tossa, que aún era habitable y nada sospechaba lo que se le vendría encima décadas después. El tarjetón del conferenciante mesiánico ha dormido entre las tripas de la gran literatura de viajes durante setenta años, pero parece que en todo ese tiempo no haya aprendido nada ni sienta vergüenza de compartir posteridad con alguien que jamás escribió ni una palabra que pretendiese cambiar la vida de nadie.

Cuarto día. La mitomanía es una forma de tradición, la más idealista y ridícula de las que hayamos inventado. Por su culpa me vi obligado ayer a visitar la casa en la que nació Pla. Pusimos la dirección en el navegador, Carrer Nou, Palafrugell. Nos abrió una chica que tenía bien asimilado el discurso de bienvenida. Cada vez encuentro más gente que habla como un folleto. Debe estar de moda la despersonalización en favor de un idioma precocinado con el que se supone que todos nos entenderemos. Esperaba encontrar la cama en la que dormía, el lavabo, su armario, el sombrero con el que salía a pasear por el campo. Nos tuvimos que conformar con tres oficinistas que tecleaban en una sala de techos altos. Debían ser filólogos o funcionarios o filólogos-funcionarios, esa raza feliz. La chica nos puso un audiovisual y luego nos dijo que visitásemos una galería en la que sólo había recortes de prensa, una pluma roñosa con la que supuestamente escribía y algunas primeras ediciones tras una vitrina. El pasado cabe siempre en una urna. La idea es que los que vengan después lo miren una tarde de verano y saquen sus conclusiones. Yo no fui capaz de sacar ninguna. Palafrugell es un pueblo bastante feo y hacía bochorno. Después fuimos a Calella y nos tomamos una Coca Cola Zero sentados frente al mar. No me acostumbro al turismo. Tampoco a lo de arreglarse por la tarde en los pueblos de costa para dar un paseo. El verano es obstinadamente folclórico y predecible. Lamento saber que todavía está de moda llevar un jersey de algodón por los hombros por si a última hora refresca. Soy un grandísimo extranjero desde el día que nací.

Cuarto día por la tarde
. La cultura popular elevó a las gaviotas a una categoría romántica, icono de libertad y emblema de adolescencias de otra época en la que se pegaba la nariz a la ventana cuando llovía. Pero si las ves a dos metros buscando desperdicios por la arena de la playa como la que vi hace un rato, no entiendes porqué ni cómo llegaron a ese olimpo. Imagino que sería distinto verlas en el horizonte desde la cubierta de un galeón inglés cuando llevabas tres meses sin pisar tierra. También influirá que lo más cerca que me he sentido de Conrad es con la versión vietnamita del corazón de las tinieblas que hizo Coppola. La fabricación de poesía gruesa a base de estas aves requiere distancia, lo que me hace pensar en la abundancia de productos poéticos a granel sobre asuntos humanos que también se sirven del alejamiento para embellecer. Cuantos más metros te apartes, más se disimula la verdadera naturaleza de lo que sea y más fácil es caer en la mentira de la idealización. Una gaviota es una gallina gorda de mar con el pico muy largo que sobrevive a base de trozos de Bollycao rebozados en arena y cáscaras de sandía. Conclusión: todo este teatrillo confuso es la vida. Si creyera en los milagros debería aparecer ahora mismo una avioneta publicitaria con esa frase impresa en una pancarta, mientras los bañistas ocasionales, las señoras que leen novelas baratas con tiernas esperanzas y los que no sabemos qué pintamos aquí nos pusiésemos en pie y aplaudiésemos al piloto agradeciéndole su honestidad.

Quinto día. Tramontana. Descubro que las personas mayores disfrutan hablando del tiempo, de lo que durará este viento o el otro, de si ha refrescado. Mi interés por la climatología es nulo. Sólo sé que hace viento y que me niego a utilizar el verbo soplar, porque suena a que haya alguien detrás de una montaña fabricándolo con la boca. Demasiado wagneriano para mi gusto. Me interesan más sus consecuencias. Lo que hace con las sombrillas y con las caras, las muecas agrias de las mujeres que se sujetan la pamela de paja con la mano, casi como si estuviesen exprimiendo un limón y su zumo metafórico les produjese tal estado. Estoy convencido de que a cierta edad resulta cómodo dejarse arrastrar por la fantasía de un fin del mundo plácido que tuviese algo de ese instante, incluso siendo benévolos, un simulacro veraniego de la muerte cuya mayor espina fuese ese dramatismo en miniatura que acarrean las contrariedades de andar por casa. El lenguaje del viento pertenece a una cultura sentimental. Me encuentro a expensas del Mediterráneo. Es lo que hay.

Sexto día. Creo que el verano decreta sus propias amnistías y las publica en periódicos gratuitos que vuelan por las terrazas junto a esas ofertas de televisores planos y el kilo de plátanos a un euro. Sé que no estoy en disposición de asegurar nada, pero si tienes la suerte de atrapar una hoja en el aire podrías leer titulares como éste: La vida abre la mano. Lo malo es que después de una noticia así nadie pierde el tiempo leyendo el cuerpo de texto en el que se matiza el comunicado. Sólo la abre lo justo para que te des una vuelta por la playa y te sientas parte de una ingeniería orgánica diseñada para obtener un sucedáneo medio decente de la felicidad. Lo ves en los cuerpos que caminan por la orilla. En otros que sostienen helados y los lamen. En los que alquilan patines porque les enseñaron que el esfuerzo tiene premio, aunque sea la alegría tosca de saber que pedaleando llegaremos siempre a algún lado, ese axioma latino que suena a continuum maternal. O quizá influya el hecho de ir en bañador casi todo el día, desarmado y orgulloso de tu fragilidad.

Séptimo día
. La playa de Sant Pol no tendrá más de setecientos metros de largo, pero al hacer forma de concha parece más grande, incluso con el aforo de este mes que pone a prueba la física con sus números de magia imposible al levantar la vista y descubrir miles de cuerpos en un ballet no ensayado que acaba resultando convincente. Entre Sant Pol y Sa Conca hay un camino de ronda bordeado de mansiones a pie de mar. Dicen que los rusos han comprado muchas y las han arreglado al estilo californiano, pero conservando por fuera el sabor de finales del diecinueve hasta en detalles como el color original de las molduras de las ventanas, que siguen respetando la armonía de lo que tienen enfrente. Mi favorita es Mañana. Dudo que su propietario y yo coincidiésemos en el porqué. Si te fijas durante un rato en las letras de acero inoxidable de la entrada descubres que los millonarios dicen mañana con la boca llena, sin darle importancia ni redoblando las aes como haría alguien que no lo es y que la pronuncia con la elegancia temblorosa de la incertidumbre. Los rusos que tuvieron suerte con los negocios del gas piensan que el mañana les pertenece, y están tan convencidos de ello que nombran así a sus bienes inmuebles. Más allá de esta digresión sin importancia, la casa es tan hermosa que desmonta cualquier arrebato de envidia que puedas sentir al verla. Lo mejor es que dentro de cien años se seguirá llamando igual, aunque ninguno de nosotros esté aquí para decidir cómo pronunciarla.

Noveno día. La amistad es una conversación que se mantiene en el tiempo, o que no necesita de su inmediatez para producirse. Si hablásemos de música diríamos que en la amistad hay silencios que respetar, espacios vacíos en los que las notas siguen resonando en frecuencias bajas y constantes que nos recuerdan que no existe el vacío. Tengo un amigo con el que pasa. Nos mandamos whatsapps cada equis meses. El último databa de mayo y ayer recibí la respuesta. Todo bien, decía. Y puede que no sea cierto. Seguro que no. Los días son montañas rusas cuando los vemos de cerca, y perfiles de montañas muertas cuando nos alejamos y decimos: hay que ver, parece mentira que todo esto lo haya atravesado yo solo. Pero me quedo con su todo bien, porque aunque no se corresponda con el relato objetivo -que dudo mucho que exista- es exactamente lo que quería decir. De muy pocas personas podemos asegurar que esos desiertos en la escritura sean también música.

Noveno día por la tarde. Es muy comprometido hablar sobre el mar, y mucho más escribir sobre él sin caer en obviedades. A lo mejor es una señal que nos lanza para que no hagamos el ridículo. A pesar de ello hay muchas páginas escritas y demasiadas confesiones íntimas que lo eligen como tema central. El mar está a la misma altura que el cielo. Cuando comprendes que son asuntos intratables te quedas más tranquilo. Son decorados metafísicos inabarcables que están ahí como fondo para los asuntos que están a nuestra altura. A esta conclusión se llega tras muchos patinazos y poemas que uno debe tirar. Se trata de sentarse delante sin muchas ambiciones dejando que poco a poco se haga de la familia. Y, sobre todo, no esperar que la vanidad sea mejor intérprete que tu instinto.

Décimo día. Sasha, Igor, Ricard, Eduard y los pequeños kazakos perseguían la pelota sobre el césped en un partido con una sola portería algo endeble pero que se ajustaba a la escala de los jugadores. Ni las normas de la comunidad de propietarios ni las de la Fifa hubiesen aprobado tal encuentro en el que se mezclaban camisetas del Barça con antiguas de equipos italianos y alemanes e incluso con otros que no la llevaban y parecían los más felices. A pocos metros las chicas, sentadas en corro, se pintaban las uñas. Sucedió a la caída del sol, a la hora en que Homero nos enseñó que todo puede ser retórico o no dependiendo de las palabras, y que los acontecimientos narrados se cubren de un brillo irreal que hace que el lector saque provecho en forma de satisfacción pasajera por estar vivo. Alguien nos dice que es así, que suceden a diario tales cosas, aunque no haya hombres suficientes para contarlas: al menos uno por cada casa, uno por cada tierra desperdigada, uno por cada hora del día.

Undécimo día. Caminamos por el final de Playa de Aro haciendo tiempo para recoger a mis hijas cuando acabara el cine. Todavía eran las horas centrales del día. Mientras los pies se movían con dificultad por la arena iba pensando en esas palabras que hace meses me distraen y consiguen pararme en medio de una acera para comprobar la posición del sol. Cierro los ojos y miro hacia arriba. Los párpados me defienden. A cambio me ofrecen el espectáculo de las sombras marrones con ramificaciones y manchas que bailan. En medio de ese decorado es cuando pienso en el trozo de mi vida que se quedó atrás. Hacerlo me convierte en el que se pregunta qué habrá sido del perro que abandonó aquella vez. No llega a remordimiento, es algo más dulce y seco. Las horas centrales del día. Pronuncio mentalmente ese título sin que sepa qué me quiere decir. Nos paramos en un chiringuito junto a una explanada de pinos bajos. Miré hacia el pueblo. Pasaban nubes rápidas y poco consistentes que destacaban entre otras altas y rocosas. Lo que se veía a través de la pantalla del teléfono parecía un resumen inesperado de cualquier vida. Cuando la foto perdió el color se fue al pasado. En ese momento entendí que todo es parte de una misma cosa que da vueltas y baila, como el teatro chino de manchas que tenemos tras los párpados. Incluso la bandera que hace unos segundos era verde se tiñó de negro. Otra señal recién llegada.

Último día en S’Agaró. Volvimos de la playa con las toallas por la cabeza, como vírgenes, como gitanas, como figuras de un nacimiento que algún día me gustaría poner en casa. La cara de Nuria se convirtió en un filo por el que sobresalía la nariz y parte de los labios. La miré con todo el amor que pude, con todo el que me dejaron los que corrían con esa histeria falsa de ver en la lluvia el comienzo de la muerte. Entonces las vírgenes se besaron, y también las gitanas, al mismo tiempo que las pastoras guiadas por el son de las flautas, que no por ninguna estrella con cola. Después dejó de llover. Durante un instante tuve la sensación de que el aire y las hojas gigantes de esos árboles estaban de nuestra parte. Imagino que le habrá pasado a todo el mundo alguna vez.
Un tren es un mundo comprimido a lo largo. El mío va a Marsella, aunque yo me baje en Gerona y las dos mujeres chinas que hablan francés en los asientos de atrás sigan su camino. Si me defendiera mejor en este idioma les diría que cualquier tren acaba donde nos bajamos, y que esta teoría es aplicable a la vida, por muy idealista que uno sea. A mi lado se besa una pareja joven. En los descansos hablan de los juegos que han traído. Ella le escucha mientras le acaricia el antebrazo muy despacio y trata de hacerle entender que las mujeres vienen al mundo con Ovidio ya leído. Debería estar prohibido envejecer, al menos en los viajes. Que los pensamientos fuesen tan despreocupados como los suyos. Esa sensación de que todo estará ahí siempre y que lo acompañará la misma consistencia de hoy. Después se deben cerrar los ojos para imaginarlo, porque el paisaje que hay entre Guadalajara y Zaragoza no se quedará tranquilo hasta que consiga negarlo.
Conocí a alguien hace unas semanas. Ayer estuve en su productora cuando empezaba a caer el sol. Abrió la puerta con una colilla de puro en la boca y en vez de hola le salió un gruñido amable que acompañó con un palmeo de espalda cuando entraba. Iba en pantalón corto y daba la sensación de que le acababa de atropellar un camión que tardó muchos años en pasarle por encima, y que mientras lo hacía, a medida que avanzaba a una velocidad de un centímetro al mes, le había enseñado casi todo sobre la vida. Ciertos perros y ciertas personas conocen ese tipo de información al instante. El perro del puro debía tener diez o quince años más que yo. Pasamos a su despacho y sacó una botella de pisco y dos vasos. Nunca había probado esa especialidad peruana que sabe a aguardiente mezclado con una Perrier a la que le hubiesen reducido la aguja. Demasiado empalagoso. No tengo hielo, dijo. Le contesté que daba igual, que peores cosas había bebido. Al reírse le sonaba el pecho como si en vez de pulmones tuviese un acordeón apolillado dentro. En una estantería tenía tres premios Goya. Me levanté para verlos de cerca. Pasé la mano por la cabeza del que estaba más a la izquierda. Fue agradable tocar la melena metálica de un pintor muerto. Después cogí la estatuilla con las dos manos para ver lo que pesaba y cómo sería sostenerla ante un micrófono y cientos de personas esperando una revelación. Fue cayendo el pisco mientras hablábamos de películas: El sur, Cría cuervos, La caza. Salió Querejeta y Javier Marías. Le pregunté cómo era éste en persona y soltó otro de sus gruñidos. A veces no hace falta más. También hablamos del cine de Malick y de otros que ya no recuerdo. Se hizo de noche y propuso tomar una cerveza en una terraza. Chamberí a esas horas era un refugio para solitarios que se ensimisman con detalles arquitectónicos irrelevantes y farolas que conocen la genealogía de todos los insectos del mundo. Dos perros caminando por una ciudad inventada. Dos cervezas después paré un taxi. Al despedirnos dudamos si sería demasiado pronto para un abrazo o demasiado tarde para darse la mano. Nos salió un híbrido desacompasado que nos hizo reír. La torpeza une mucho. Lo pasé muy bien, José Luis.
El niño de cera se metía en un coche blanco que de frente mostraba una expresión bonachona de las que ya no se ven, con esos ojos redondos tan saltones y la boca amable y cromada en cuyo centro ponía Seat como podía haber puesto algo en latín o que el viaje sea largo y no termine nunca. Por el camino tensaba la mirada a ambos lados de los girasoles en un recuento que le llevaba horas y que le ponía en la piel de un general desconocido que arengaba mentalmente a las tropas formadas hasta el horizonte. Qué cosas le diría el niño de cera. Qué discurso tambaleante y cargado de retórica vegetal mezclaría con su sangre para competir con las proclamaciones de guerra más hermosas. También recuerda que una vez su padre no vio una piedra en medio de la carretera y al pasarla por encima partió el eje de la dirección haciendo que el vehículo bambolease produciendo eses que fueron compensadas con fortuna por los movimientos contrarios de volante hasta que el coche se detuvo y alguien dijo que habían vuelto a nacer todos. Fue la frase más repetida, la letanía con la que se acompañó la llegada de una pareja benemérita y después la de un hombre de espeso bigote y vestido con mono negro que les remolcó hasta un pueblo de Cuenca que parecía inventado. El mar quedaba lejos todavía y parecía reírse de su adversidad. Tomad vacaciones, tomad desarrollismo, murmuraba tumbado, mientras el niño de cera procuraba aislarse de la contrariedad y de la noticia del nuevo e inesperado alumbramiento múltiple de la familia para concentrarse en lo que le decían las cosas que un aficionado torpe a la magia había dejado por allí. Todo esto sucedió de verdad, aunque él prefiera pensar que pertenece a la vida inventada, a ésa que no se presta a interrogatorios ni a juramentos por una cuestión de dignidad.
Las amo en un extremo disparatado que me hace temblar ante la idea de no verlas. De desgracias, separaciones o remotos accidentes como cornisas que caen de pronto a su paso, temblores de tierra, huracanes o enfermedades desconocidas cuya fenomenología acabas mirando en Internet un día, de noche, con los ojos muy abiertos y la boca seca, con la lengua tan pegada al paladar que crees que ya no se moverá de allí nunca y te negará los placeres del sabor y la humedad sobre la que flota; porque la lengua es la primera que nos dice que la vida sigue, que está y te contiene, la capitana de todo lo ligero, que además tiene la facultad de decir lo que le manda la cabeza cuando juega a ser Cyrano en noches de luna completa, pero también la que se desata por el miedo o echa fuego contra lo que más quiere. Sí, así pasa. Los sentimientos juegan a rozar los extremos más ridículos, disparatados y dolorosos. Son su pista de entrenamiento. Cuando toman velocidad ya no los gobernamos. Sólo mirar. Sólo esperar. Los míos quizá sean más propios de un tipo de cine europeo de otra época, neorrealismo italiano, escenas de alguien que llegaba del trabajo y decía sus nombres por la escalera y ellas salían a su encuentro haciendo en el acto que las sombras de la guerra se fundiesen hasta negar que un día existieran de verdad.
Stevie Nicks era una chica gordita de Arizona que componía country. Su abuelo le enseñó a cantar y luego la vida le fue educando la voz como hace con todos los oficiantes de este género. El tour incluye institutos de mala muerte, fregar pasillos de hospital, servir cervezas a mecánicos gordos que te soban el culo y acabar con el corazón lleno de parches. El Medio Oeste fue la cantera oficial de estas mujeres que en los ochenta empezaron a salir en VH1 con el pelo muy cardado y los párpados arropados con una sombra tan pesada como la que llevaban por dentro. Yo amaba a Stevie Nicks. Había algo en el fondo de su voz que profetizaba ciertos hechos que luego sucederían en mis propios pasillos de hospital a los que saqué brillo a cambio de dinero.

23/7/15

La vida tiene una cuerda como esas que bordean las cataratas. Los turistas se agarran a ella y sonríen agradecidos al que tuvo la idea de ponerle un bozal a la muerte. La cuerda llama a la mano. Le dice pósate aquí y nada malo te pasará. Se sabe los mejores chistes de Twitter y te los repite hasta que te ríes. También te dice lo que hay que silbar de vuelta a casa si quieres ahuyentar pensamientos malos. La cuerda recorre centros comerciales, piscinas, fotografías en grupo, tanatorios, geles íntimos y peluquerías unisex. En Japón están investigando un sistema para que atraviese también el corazón humano, aunque ellos no lo planteen con esa ingenuidad y prefieran hablar de la cuerda interior (inside rope) y hayan desarrollado a modo de ejemplo una aplicación digital para viajar por cualquier drama de Shakespeare agarrado a ella. Gracias a este avance, millones de personas pasearán por los fantasmas de Ricardo III siguiendo una ruta segura, con carteles que recuerdan al visitante que al llegar a la última página todo habrá acabado.

20/7/15

Los pocos años que la conocí tenía un canario. Por las noches cubría la jaula con un trapo para que no se pusiese a cantar nada más amanecer. Mi abuela tenía sobrepeso y en verano sus pulmones acudían tarde y mal al trabajo, haciendo un ruido que a veces me llega ahora cuando estoy en la cabina de un ascensor antiguo y me entrego un instante a la fantasía de que no está muerta y de que si subo al último piso la encontraré muy quieta mirándome con su mantilla negra. Las cosas que le decía al canario con esa voz fatigada eran las mismas que se dirían a una hermana que viviese en la casa de al lado, balcón con balcón. Otra ventaja de ser mujer: la capacidad de hablar del presente con naturalidad. Sus dedos cortos y carnosos le acariciaban el pico, pero en los ojos de cabeza de alfiler negro del canario no se veía ninguna gratitud, o yo desde tan cerca del suelo no conseguía verla reflejada como la veía ella. Cuando oscurecía, sacaba el paño bordado de un cajón y se lo echaba sobre la jaula. Admiraba mucho este poder de crear noches artificiales que tenía mi abuela. Una hora más tarde, alguien sacaba otro paño más grande de otro cajón y lo dejaba caer sobre su calle sin que nos diésemos cuenta, haciendo que las palabras fuesen perdiendo altura e incluso dejasen de tener la urgencia que les exigimos a la luz del día.

Aravaca se vacía la segunda quincena de julio. Si sales a comprar tabaco a estas horas puedes sentir el hueco que han dejado los que no están, un espacio tan amable como el trozo de armario que te deja un amigo para que tu ropa no se quede en la maleta el tiempo que estés en su casa. Pasaba a mi lado el camión de la basura soltando un perfume de gasóleo y restos orgánicos en descomposición. Una bocanada dulce y espesa que me hizo pensar en una colonia que se llamase Matin de Juillet. Nadie la fabricaría porque nadie la compraría. Quizá yo, para recordar en invierno cómo olía la vida un domingo de la segunda quincena de julio, ese día en que el sol ensayaba en solitario sus gestos imperiales y parecía mantener su extraña voluntad de que todo continúe, aunque sólo sea por la curiosidad de saber cómo acabará.

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Ese mismo sol del que hablaba hace un rato ahora se dedica a dejar sin sombra cuanto está en su camino. Cualquier cuerpo posado sobre la tierra a estas horas no proyecta ningún rastro que le ayude a entender que está aquí o que existe, como hacen los niños muy pronto cuando descubren que son sólidos y opacos y que su movimiento deja una huella que les imita, un otro yo con el que viajar por el mundo para testificarlo todo. Son las horas más fatídicas en los westerns, por ejemplo, cuando un desconocido llega al pueblo y las ventanas se cierran a su paso. Ese hombre que cabalga despacio ha venido con la crueldad del sol y quizá con sus mismas intenciones: dejar sin sombra a todos los cuerpos con los que se cruce. La violencia de las horas centrales del día tiene algo poético, aunque parezca que sólo se trate de física cotidiana que nuestra retina interpreta a su manera para decir que también estuvo aquí.

15/7/15

Siempre pasa lo mismo cuando os vais. La casa entera juega a no es culpa mía, no me mires, mientras yo hago espeleología barata por los rincones en busca de restos que me lleven a vuestra civilización. Ayer encontré en la alfombra un secador pequeño de plástico rosa que juraría que pertenece a una muñeca con el pelo hasta los pies. Con la pieza en la mano volví al cuarto de Mireia y lo dejé sobre su mesa, ridículamente preocupado por determinar en qué posición, como si el mango apuntando a la ventana acelerase vuestra vuelta. Los fantasmas hacen estas cosas. Se arrastran en silencio para poner orden mientras respiran con una solemnidad anticuada. Soy el mayordomo incorpóreo de un mundo prestado. Estos días de verano habito un tiempo irreconocible y a la fuerza propio. Que suceda cada año no le quita extrañamiento. La casa sin vosotras. La casa sin mujeres. Un inmueble que podría ser una gasolinera en el desierto conmigo dentro, prestando atención al viento y a las chicharras, sabiendo que será otro día de poco trabajo y mucha observación. Pero también mi vida es esto, los trozos de cuando no estáis, los ventiladores quietos, la tele apagada y los techos de todas las habitaciones compitiendo por ver cuál de ellos será el best seller 2015 de esta ausencia.
Los paisajes imponen porque contrastan con nuestra fragilidad. Pero a la vez tranquilizan, siempre y cuando seamos capaces de vernos integrados en ellos como parte de esa naturaleza inmutable en la que nos gustaría militar. Los balcones panorámicos a pie de carretera con sus prismáticos de moneda son un buen ejemplo de esta terapia de lo inmenso. El ojo recorre la falda de una montaña, los plateados brazos de un río o la caída de una cascada y durante ese instante se dice: soy parte de esto y si ahora se desatase el mayor de los vientos no me llevaría con él. Incluso la arquitectura monumental está pensada para contrarrestar la sensación permanente de que la vida es algo cogido con alfileres. Las catedrales góticas se estiraban para que Dios no quedase tan lejos. Tiempos sin satélites artificiales ni más certezas que una telefonía vertical hecha en piedra y basada en la buena fe de ambas partes. Igual que los edificios neoyorquinos de principios del siglo pasado, solo que sustituyendo a Dios por el dinero. Supongo que en la mente de los arquitectos flotaba en ambos casos la ilusión óptica de construir un segundo esqueleto para un cuerpo que nunca tendremos.

13/7/15

Cuando veía el cartel pensaba: pertenezco a este mundo sin haberlo elegido, lo quiera o no; todo esto llegó antes y seguirá aquí cuando me haya ido. Es verdad que la última parte no la pensaba entonces sino ahora, pero al recordar al niño que lo miraba me doy cuenta de que es otro, uno que ha traducido el guión a su manera y al mover los labios me da a entender que ya no me pertenece. Unos cerdos subían por una rampa que conducía a una máquina trituradora gigante. En lo alto había un señor con un gorro blanco. Sonreía. Los cerdos también sonreían con ojos que no eran de su especie, ni la boca, ni incluso la forma de girar sus cabezas hacia el espectador. Por el otro lado salían convertidos en salchichas. Esta ilustración estaba en el escaparate de una carnicería de la calle Santa Engracia. Mi madre compraba allí. En la cena yo me quedaba unos segundos pensativo, empujando el trozo de carne con el tenedor mientras intentaba comprender el porqué de toda esa ironía. La realidad es un diamante del que sólo vemos unas cuantas caras. He crecido y sigo viendo los mismos carteles con diferentes motivos. Ya no anuncian carnicerías. Son de bancos. De partidos políticos. De seguros de salud. De hombres que sonríen a la espera de que yo haga algo por ellos. Los mismos cerdos subiendo la rampa felices. El mismo capataz en lo alto. Las mismas salchichas. La virtud del mundo al que pertenezco nació para no cambiar.
Puedo recordar la forma exacta que tenían mis manos cuando te saqué del quirófano: la izquierda con los dedos tensados por la responsabilidad y ofreciendo un alojamiento semiesférico que tu cabeza recién nacida parecía necesitar, la derecha con la palma extendida y el brazo convertido en cama. Y sin embargo sigo sin saber qué ha pasado con estos trece años y medio que me separan de ese día. Lo único que puedo asegurar es que he caminado por un pasillo de tiempo que tenía el suelo deslizante. Cada paso de los míos lo multiplicaba por otra cosa, de ahí la dificultad, puesto que desconozco la unidad de tiempo utilizada. La memoria está mal planteada. Sus caprichos fijan unos detalles intrascendentes y hacen desaparecer otros. Pero no lo sé. Todo esto lo digo un poco de oídas, aturdido, escuchando medio escondido el murmullo que hace mi conciencia cuando se para a charlar con alguna parte no oficial de mí. Habladurías de pasillo de tiempo y un hombre con las manos rígidas haciendo de estatua. Anoche, cuando bajaste del autobús y me abrazaste, tuve la sospecha de que todos estos años que han pasado de forma tan incierta se fueron, al menos, cargados de algo. Un padre es un agricultor que vive del intrusismo laboral. Alguien que gracias a las alegorías es capaz de ser representado mentalmente sujetando una tobera por la que sale el trigo. Un polvo denso tapa el sol. Los vagones van pasando, se van cargando. El tren avanza y él lo mira orgulloso, con los brazos en jarras, pasándose de vez en cuando la mano por la frente para quitarse el sudor. Cuando el tren se aleja, el hombre se da la vuelta y se mira las manos, que en un instante y de memoria vuelven a reproducir en el aire la forma que aprendieron.
Veía hace un rato a un hombre en la piscina. Es un vecino nuevo. Tiene algo de tripa y lleva bañadores pasados de moda. También tiene una mujer que sonríe de forma muy sincera cuando coincidimos en el ascensor. Y dos hijos. Le he visto ser cariñoso con ellos muchas veces. Van juntos. Caminan todo lo despacio que pueden. Hace un rato la luz estaba cambiando. La sombras se alargaban y el resplandor azul de la piscina se volvía anaranjado. Sin exagerar mucho se podría llegar a la conclusión de que el agua, al contacto con el sol, producía una confitura orgánica muy suave que se extendía como las alfombras de los palacios por el césped. Manos de hombres cabales la desenrollaban cantando como muestra de agradecimiento por la jornada. Sí, algo así. Me hubiese gustado contarle esto al hombre de los bañadores anticuados, al despreocupado, al usuario de una dignidad tranquila que creo envidiar en secreto. La vida ajena es una tienda de rarezas en la que paseando encontramos los tesoros que no vemos en la nuestra.
Ella tenía la cabeza escondida en el pecho de él, que le acariciaba el pelo sin muchas ganas, más en gesto de consuelo que por cariño, como se hace a los niños que no son tuyos para que dejen de hacer lo que estaba haciendo ella: llorar. Un amigo me dijo un día que casi nunca se habla de las historias de amor que suceden a mediodía en hoteles, apartamentos de empresa, coches, mesas de restaurante, bancos de parques. Habían pedido dos cafés. La mujer llevaba un lazo oscuro en el pelo y el hombre una alianza. Cuando se dio la vuelta pude ver sus lágrimas rodando cara abajo. Lo que sentía por dentro sería fuerte, tanto como para no tener el pudor de disimular en público. Si en ese momento hubiese pasado por allí un compositor de baladas country y la hubiese mirado sé que habría hecho una canción que se llamara Las horas centrales del día. Pero los músicos country no van como yo por error un martes a bares para oficinistas con carta de gintonics de importación, y quizá no se fijen en parejas tan normales. Mírame, volviendo sin remedio a mi vida de siempre y tener que verte cada día en las reuniones o cruzarme contigo en el ascensor. Qué hicimos mal. Me decías que podíamos empezar de nuevo, que tu vida conmigo había cambiado. Luego nos vestíamos corriendo. Tú salías primero y luego yo, diez minutos después, sola, maldiciendo por no haberme puesto más perfume para que tu mujer supiera todo. Pero ahora da igual. Somos esos dos cafés que ya no se tomará nadie, líquidos imbebibles, charcos negros de amor.
Pensaba esta mañana en la mujer que vi llorando en el bar. También pensaba en esas frases que ponen algunas adolescentes en Instagram acompañadas de poses que ensayan la futura femme fatale que quieren ser: Unas veces eres el cuchillo, otras la herida. La simplificación de los eslóganes llega a ser festiva a cierta edad, sobre todo en la que el cuchillo aún es de goma y de la herida sólo brota salsa de tomate. La idea del amor como lucha no es nueva, aunque sí que se ha visto espoleada por la competitividad que parece haberse instalado en todos los órdenes de la vida. Nada menos romántico que el espectáculo del dolor. Lástima que el amor se haya convertido en una disputa armada en la que hay que elegir si eres Montesco o Capuleto. No era ése el espíritu shakespiriano, creo yo, más que nada porque en la confrontación moderna se trata de ver quién acumula más victorias, quedando los sentimientos como marca de fábrica de un arsenal bélico con el que tumbar al oponente. No me extrañaría que el hombre que la consolaba maquinalmente ayer esté hoy eligiendo nueva presa entre las compañeras de trabajo. La madurez, para algunos, es algo que sólo hay que pedirle a ciertas frutas.

7/7/15

En un mundo en el que los peces llegan a la mesa sin espinas y las sandías sin semillas no es raro que tendamos a pensar que todo lo humano deba venir de fábrica listo para el placer. Esta mentalidad posindustrial lo abarca todo, lo material y lo inmaterial, aunque apenas sepamos dónde está la frontera o si realmente la hay. La búsqueda de la perfección nos hace intransigentes, sobre todo cuando más que búsqueda se convierte en exigencia. El mismo sistema que me trae el iphone 6 plus en una caja inmaculada y me permite retirar con la uña el precinto adhesivo es el que debe garantizar el estado en el que se nos presentan los demás asuntos de la vida. No es que seamos idiotas, es que nos hemos infantilizado a base de querer comprar felicidad. Pensamos que la complejidad de la vida debe ser resuelta en alguna empresa californiana llena de genios adolescentes que hacen skate por los pasillos y juegan al ping pong. Que sean ellos los que le quiten las espinas a mis pescados, que me limpien también la muerte y el rencor y la amargura y que no permitan que la tristeza me saque de la fiesta. La comodidad se alimenta de la ausencia de conflictos. Mira los libros más vendidos. Lee sus primeras páginas. Dime si miento.

2/7/15

Alba se va mañana a un campamento de surf. Durante diez días tendré un hueco que habrá que educar. Ser adulto consiste en ir amaestrando cosas: extensiones, medidas, palabras, huecos. Pero es un ejercicio infinito. Una aventura condenada al fracaso. Desarrollamos habilidades circenses por las que nos pagan, nos admiran o con las que alcanzamos a tientas nuestro propio respeto. Vivir sin alguien es una de ellas. Lo malo es que no suenan redobles mientras padecemos esa ausencia ni al terminar nos aplauden. La biología pone sus reglas. Y tú a callar. Y tú a buscar tu buena cara para que nadie note que te falta algo. O que te falta todo, a juzgar por ese murmullo subsónico de antes de dormir que prefieres pensar que viene del alumbrado o del exceso de voltaje de la electricidad que corre por las casas y llega un momento en que no sabe qué hacer ni cómo descargarse. Ese sobrante eres. Si tuviese más conocimientos físicos diría que el corazón es un invento de solitarios para solitarios, la pelota de un deporte incomprendido y siempre mal practicado. Alba se va y me deja diez días autorellenables a base de papeleo triste del verano: su siéntate a la sombra, su descansa, su esta película la he visto cien veces, su no lo sometas todo a examen. Existir es apostar por ese circo. Sacar la lengua para hacer que lamemos sus esquinas. Como si con eso arreglásemos algo.

29/6/15

Recuerdo cuando Anagrama publicaba buenos libros. Veías la portada gris o la amarilla y sabias que no ibas a tirar el dinero. En mi caso crecí leyendo muchas de sus novelas y descubrí escritores que me llevaron a otros que compartían espacio en la editorial. Pero desde hace unos años, no sé, algo ha cambiado. Las portadas siguen siendo grises y amarillas, según la nacionalidad del autor, pero por dentro creo que han perdido literatura. Llevo tres novelas suyas que no he podido acabar. Una de un argentino que parecía un monólogo del club de la comedia muy largo. Imagino que serán productos de moda. Textos frescos y ligeros para no pensar mucho. Otra de una española que también alternaba el humor de taburete con un sentimentalismo algo empalagoso. De la otra ni me acuerdo. A lo mejor soy yo, puede ser. O a lo mejor es que el comercio manda y desconozco sus leyes más elementales. Me pone triste que Anagrama haya pegado ese bajón. Es como si los libros suyos que tengo en mi biblioteca hubiesen venido de otro mundo, y yo con ellos.
Yendo al rodaje tuvimos un accidente. Al saltar los airbags se llenó la furgoneta de un humo blanco que olía a pólvora. El conductor de la grúa nos dijo que se la ponen para que exploten. Nunca me había pasado, y verlo desde dentro me resultó inquietante: dos almohadones blancos que aparecen de la nada, dos flores gigantes que nacen al borde de un precipicio. Pero tuvimos suerte. Nos llevaron a un pueblo que parecía de película del oeste pero con tractores que circulaban despacio y ancianas que salían a hacer la compra. Ocupamos la terraza del único bar. Dos hombres con mono azul oscurecido por la grasa miraban al fotógrafo como si fuese un personaje que se hubiese escapado de un videoclip. Uno de ellos me preguntó si estábamos de vacaciones. Al decirle que estábamos trabajando se rió mientras no dejaba de mirar los brazos tatuados del fotógrafo y su pantalón tobillero y la velocidad con la que escribía en su móvil mientras fumaba. El mundo de cada uno es una convención que mide apenas un kilómetro cuadrado, el espacio justo para desarrollar la idea de que somos libres, de que reinamos sobre algo tangible y sólido. Cuando ese espacio se altera nos ponemos nerviosos: no sabemos por qué suenan unas campanas ni por qué el sol en determinados lugares hace el mismo ruido que un insecto o cómo es que el horizonte usa otras varas de medir cuando nadie le molesta. Me dio pena dejar el pueblo. Me sentí como el niño que pierde su regla favorita, ésa que se sscapa en secreto del sistema métrico decimal.
Pensaba que el norte de Palencia sería una extensión burocrática del paisaje de Valladolid: una planicie amarilla en la que crece trigo y hay muchas iglesias. Llegando a Aguilar de Campoo te das cuenta que no es así, que el horizonte se levanta del suelo y comienza a marcar la espalda y la musculatura de los brazos que se vuelven verdes y tostados y hasta rojos según el sol. Llegamos a la ermita de Santa Eulalia. El equipo descargó. Los que no se dedican a esto no saben la cantidad de kilos de cosas que hacen falta para una sola fotografía. La alcaldesa llegó con las llaves. Los de producción le habían dicho que no viniese muy arreglada, como si fuese un día corriente. La blusa de cuadros azules a juego con uñas y ojos no decían lo mismo. Nos contó lo que sabía. Nos habló del simbolismo de la puerta, del cielo y del infierno, y hasta de su propia visión del asunto. “Un día, una niña de un grupo me dijo: Yo voy a ir al infierno, porque pienso cosas malas. Yo le dije que el infierno no existía, y la niña se quedó muy triste.” La estilista extendió la ropa en los bancos de madera. Dentro se estaba bien. El equipo de aire acondicionado del mil doscientos y pico seguía funcionando. El marido de la alcaldesa la esperaba a la sombra de un árbol, en el camino de abajo. La maquilladora bromeaba diciéndole que como tardara mucho se iría sin ella. “Ése no se irá a ningún sitio sin mí, soy la que le pone todo en la boca.” El sol fue bajando y a medida que lo hacía lo que veíamos en la pantalla del portátil nos iba gustando más. La alcaldesa seguía hablando y nos preguntaba que cuándo saldría publicada la foto y que si también harían folletos, porque se lo quería decir a las del grupo de inglés con las que llevaba ya dos años. Mientras los demás no sabíamos qué hacer con la vista, la alcaldesa mantenía la suya como un perro viejo, con la calma que da haberlo visto casi todo. Mirando hacia unos brazos que formaba el río Pisuerga a lo lejos me dijo: “Allí se han ahogado más de dos, y otros que se han tirado porque ya no podían más, aunque eso es algo que nunca sabremos. La vida nos tuerce a todos, como a esos brazos.” Al acabar cerró las puertas como el que echa la llave de su casa. Antes de meternos en el coche volví a mirar la ermita desde abajo y pensé en su sombra y en el silencio que habría en ese momento en su interior y en la niña decepcionada al saber lo del infierno, una niña que también podría ser yo.