18/8/15

Las amo en un extremo disparatado que me hace temblar ante la idea de no verlas. De desgracias, separaciones o remotos accidentes como cornisas que caen de pronto a su paso, temblores de tierra, huracanes o enfermedades desconocidas cuya fenomenología acabas mirando en Internet un día, de noche, con los ojos muy abiertos y la boca seca, con la lengua tan pegada al paladar que crees que ya no se moverá de allí nunca y te negará los placeres del sabor y la humedad sobre la que flota; porque la lengua es la primera que nos dice que la vida sigue, que está y te contiene, la capitana de todo lo ligero, que además tiene la facultad de decir lo que le manda la cabeza cuando juega a ser Cyrano en noches de luna completa, pero también la que se desata por el miedo o echa fuego contra lo que más quiere. Sí, así pasa. Los sentimientos juegan a rozar los extremos más ridículos, disparatados y dolorosos. Son su pista de entrenamiento. Cuando toman velocidad ya no los gobernamos. Sólo mirar. Sólo esperar. Los míos quizá sean más propios de un tipo de cine europeo de otra época, neorrealismo italiano, escenas de alguien que llegaba del trabajo y decía sus nombres por la escalera y ellas salían a su encuentro haciendo en el acto que las sombras de la guerra se fundiesen hasta negar que un día existieran de verdad.

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