29/6/15

Yendo al rodaje tuvimos un accidente. Al saltar los airbags se llenó la furgoneta de un humo blanco que olía a pólvora. El conductor de la grúa nos dijo que se la ponen para que exploten. Nunca me había pasado, y verlo desde dentro me resultó inquietante: dos almohadones blancos que aparecen de la nada, dos flores gigantes que nacen al borde de un precipicio. Pero tuvimos suerte. Nos llevaron a un pueblo que parecía de película del oeste pero con tractores que circulaban despacio y ancianas que salían a hacer la compra. Ocupamos la terraza del único bar. Dos hombres con mono azul oscurecido por la grasa miraban al fotógrafo como si fuese un personaje que se hubiese escapado de un videoclip. Uno de ellos me preguntó si estábamos de vacaciones. Al decirle que estábamos trabajando se rió mientras no dejaba de mirar los brazos tatuados del fotógrafo y su pantalón tobillero y la velocidad con la que escribía en su móvil mientras fumaba. El mundo de cada uno es una convención que mide apenas un kilómetro cuadrado, el espacio justo para desarrollar la idea de que somos libres, de que reinamos sobre algo tangible y sólido. Cuando ese espacio se altera nos ponemos nerviosos: no sabemos por qué suenan unas campanas ni por qué el sol en determinados lugares hace el mismo ruido que un insecto o cómo es que el horizonte usa otras varas de medir cuando nadie le molesta. Me dio pena dejar el pueblo. Me sentí como el niño que pierde su regla favorita, ésa que se sscapa en secreto del sistema métrico decimal.

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