20/7/15


Aravaca se vacía la segunda quincena de julio. Si sales a comprar tabaco a estas horas puedes sentir el hueco que han dejado los que no están, un espacio tan amable como el trozo de armario que te deja un amigo para que tu ropa no se quede en la maleta el tiempo que estés en su casa. Pasaba a mi lado el camión de la basura soltando un perfume de gasóleo y restos orgánicos en descomposición. Una bocanada dulce y espesa que me hizo pensar en una colonia que se llamase Matin de Juillet. Nadie la fabricaría porque nadie la compraría. Quizá yo, para recordar en invierno cómo olía la vida un domingo de la segunda quincena de julio, ese día en que el sol ensayaba en solitario sus gestos imperiales y parecía mantener su extraña voluntad de que todo continúe, aunque sólo sea por la curiosidad de saber cómo acabará.

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Ese mismo sol del que hablaba hace un rato ahora se dedica a dejar sin sombra cuanto está en su camino. Cualquier cuerpo posado sobre la tierra a estas horas no proyecta ningún rastro que le ayude a entender que está aquí o que existe, como hacen los niños muy pronto cuando descubren que son sólidos y opacos y que su movimiento deja una huella que les imita, un otro yo con el que viajar por el mundo para testificarlo todo. Son las horas más fatídicas en los westerns, por ejemplo, cuando un desconocido llega al pueblo y las ventanas se cierran a su paso. Ese hombre que cabalga despacio ha venido con la crueldad del sol y quizá con sus mismas intenciones: dejar sin sombra a todos los cuerpos con los que se cruce. La violencia de las horas centrales del día tiene algo poético, aunque parezca que sólo se trate de física cotidiana que nuestra retina interpreta a su manera para decir que también estuvo aquí.

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