23/10/15

Mireia me dijo anoche: Nos llevamos cuarenta años y una hora. A pesar de que el cálculo no sea exacto (se comió veintiocho días) me sorprendió su curiosidad por medir el tiempo que nos separa. Luego en la cama estuve un buen rato pensando en esos cuarenta años y una hora en los que me dediqué a hacer otras cosas que no fueron estar con ella. ¿Con qué los llené? ¿Dónde estuve? Me pareció un tiempo disparatado y enorme, igual de intangible que las guerras antiguas en las que acababan luchando varias generaciones distintas. En cambio, creo que estos casi nueve años con ella me han ayudado a acercarme al que quería ser. Ella me ha acostumbrado a la valentía de mirarlo todo con ternura. A veces la observo y siento miedo. Sé que tendrá que pagar con dolor por ser como es. Cuando se queda tan callada, como ida, y los demás le preguntan si está enfadada yo no le digo nada porque es como si me mirase en un espejo. Algún día le diré que la edad te enseña algunos trucos para disimular y romper a tiempo el silencio con una bengala lanzada al cielo con la que los demás sepan que sigues vivo y consciente de la responsabilidad de escuchar sus voces y ordenarlas y actuar con ellas como una telefonista en blanco y negro ante un panel de clavijas que conectar.

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