13/7/15

Cuando veía el cartel pensaba: pertenezco a este mundo sin haberlo elegido, lo quiera o no; todo esto llegó antes y seguirá aquí cuando me haya ido. Es verdad que la última parte no la pensaba entonces sino ahora, pero al recordar al niño que lo miraba me doy cuenta de que es otro, uno que ha traducido el guión a su manera y al mover los labios me da a entender que ya no me pertenece. Unos cerdos subían por una rampa que conducía a una máquina trituradora gigante. En lo alto había un señor con un gorro blanco. Sonreía. Los cerdos también sonreían con ojos que no eran de su especie, ni la boca, ni incluso la forma de girar sus cabezas hacia el espectador. Por el otro lado salían convertidos en salchichas. Esta ilustración estaba en el escaparate de una carnicería de la calle Santa Engracia. Mi madre compraba allí. En la cena yo me quedaba unos segundos pensativo, empujando el trozo de carne con el tenedor mientras intentaba comprender el porqué de toda esa ironía. La realidad es un diamante del que sólo vemos unas cuantas caras. He crecido y sigo viendo los mismos carteles con diferentes motivos. Ya no anuncian carnicerías. Son de bancos. De partidos políticos. De seguros de salud. De hombres que sonríen a la espera de que yo haga algo por ellos. Los mismos cerdos subiendo la rampa felices. El mismo capataz en lo alto. Las mismas salchichas. La virtud del mundo al que pertenezco nació para no cambiar.

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