15/7/15

Los paisajes imponen porque contrastan con nuestra fragilidad. Pero a la vez tranquilizan, siempre y cuando seamos capaces de vernos integrados en ellos como parte de esa naturaleza inmutable en la que nos gustaría militar. Los balcones panorámicos a pie de carretera con sus prismáticos de moneda son un buen ejemplo de esta terapia de lo inmenso. El ojo recorre la falda de una montaña, los plateados brazos de un río o la caída de una cascada y durante ese instante se dice: soy parte de esto y si ahora se desatase el mayor de los vientos no me llevaría con él. Incluso la arquitectura monumental está pensada para contrarrestar la sensación permanente de que la vida es algo cogido con alfileres. Las catedrales góticas se estiraban para que Dios no quedase tan lejos. Tiempos sin satélites artificiales ni más certezas que una telefonía vertical hecha en piedra y basada en la buena fe de ambas partes. Igual que los edificios neoyorquinos de principios del siglo pasado, solo que sustituyendo a Dios por el dinero. Supongo que en la mente de los arquitectos flotaba en ambos casos la ilusión óptica de construir un segundo esqueleto para un cuerpo que nunca tendremos.

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