23/10/15

La chica que tenía que presentarme me mandó un whatsapp a media hora de empezar. Decía que había tenido un accidente y que lo sentía mucho pero que no podía venir. Le pregunté cómo se encontraba, pero ya no estaba en línea. Misterioso. Sobre todo por un correo que me mandó la semana antes diciéndome que sufría miedo escénico y que eso de hablar en público le inquietaba. Total, que le dije a Mireia que se sentara a mi lado, en una silla metálica, más de velador que de librería, y que además le iba grande. Pude ver sus piernas columpiándose todo el rato.
Ayer leía un comentario del poeta Alberto Masa en su blog. Hablaba de Burroughs y de lo que escribió en El almuerzo desnudo: Se aprende más hablando que escuchando. De ser cierto le saqué partido a esa hora en que mi voz deambuló caprichosa y sin brújula. Después leí algunos poemas. Las piernas de Mireia seguían bailando en el aire. Quizá la poesía sea eso y no lo otro. Quizá no atendí a la revelación y llené de palabras un vacío que estaba llamado a ser un elogio del movimiento, los zapatos de mi hija describiendo una curva superior a cualquier pensamiento improvisado.
Entre una lectura y otra se acercaba y me decía al oído: ¿tienes sed?, a la vez que me ponía agua en un vaso que luego se bebía ella.
La presentación fue perfecta. Ahora lo sé. Ninguna de las que vengan, si es que lo hacen, podría resultar mejor. Te debo una, Mireia.

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