27/8/15

Cerca de casa hay una residencia de ancianos. Es uno de esos edificios que por fuera parecen otra cosa: una urbanización más a la que sólo le traiciona una valla en la que pone el nombre y una frase eufemística sobre una foto de banco de imagen en la que dos abuelos anglosajones sonríen. Por lo visto te dejan llevar tus muebles. Muchos lo harán. Tras la mudanza se sentarán en su sofá y descubrirán que la realidad se ha comprimido: los marcos con las fotos de los nietos mucho más cerca de lo que estaban antes porque al aparador hubo que quitarle un cuerpo y arrimarlo a la mesa y a la única butaca que cabía. Los domingos ves a algunos paseando con los hijos. Se agarran del brazo y caminan muy despacio. El hijo o la hija no dicen nada. Parecen estar cumpliendo una condena, un trabajo impuesto por la comunidad en pago a ciertos errores del pasado. Miran al frente y procuran no pensar. Entre semana no es raro ver a alguna anciana entrando en el Supercor a comprar galletas. Debe ser duro. A la soledad hay que sumarle la exclusión social, tan sólo esquivada con las escapadas furtivas a por dulces que no figuran en el menú. Cuando los veo intento imaginarme dentro de todos esos años que se supone que me separan de ellos. Mis pies moviéndose despacio, en el mejor de los casos, arrastrándose entre los lineales de un supermercado que ya no reconoceré, en busca de una marca de galletas que ya no existe.

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