18/8/15

Llegamos al pueblo atravesando una tela de Goya que hubiese estado colgada en una freiduría varios siglos, hecho que posiblemente acuñó la esencia de lo goyesco y que parece representar tan bien a España: las banderas desteñidas en los balcones de madera, el ruedo improvisado en la plaza mayor, las adolescentes vulgares y fotocopiadas que visten como en los catálogos online de las franquicias de moda pero con mucha más celulitis en los muslos, la música ratonera saliendo de los altavoces, los botellines vacíos en las mesas de los bares junto a cajetillas de Nobel y Ducados arrugadas, los tatuajes, las palabrotas vociferadas, un cartel en el que aparece la Virgen local, los padres que ven con naturalidad que sus hijos pequeños prueben el vino, los borrachos piropeadores que aprovechan la llegada de foráneas para soltar su repertorio, la policía municipal que asiste con benevolencia al espectáculo y cierra un ojo o los dos ante lo que otro día consideraría desacato. Si un extraterrestre computase todo esta información obtendría un diagnóstico de nuestra identidad. Huyendo del examen y también de la idea de que posiblemente provengamos de otro planeta en el que el toreo no se considera arte ni Telecinco entretenimiento, nos limitamos a comprar dos botellas de agua en un chino, un pan artístico con forma de flor de lis y unas pastas de almendra que ya en casa descubrimos que estaban caducadas. A mediados de agosto se celebra el noventa por ciento de las fiestas patronales de este país, razón más que suficiente para no salir de casa o hacerlo con cuidado de no encontrarse frente a frente con la realidad.

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