27/4/15

La presentación de un libro tiene algo de bautizo y algo de funeral. Dos ceremonias comprimidas en una. Supongo que muchos escritores lo piensan, quizá en el momento en que acercan el micrófono que hay sobre la mesa y comienzan a hablar: “Tendré que hablar de ti, maldito, y al hacerlo tendré que atravesarme, porque no valen los rodeos en este deporte. Han venido a ver cómo te atraviesas y qué llevas dentro. Quieren tu corte a sección como el que un día se soñó inundando de pegamento un hormiguero y después arrancándolo de la tierra para ver el dibujo instantáneo de la muerte que lo detenía todo”. Presentar un libro es un acto antinatural. Es autorizar a alguien, ante otro micrófono y en una sala contigua, a retransmitir el nacimiento y la muerte de un ser que está y no está. Pero ningún escritor habla de eso. Preferimos que nuestra vanidad haga de relaciones públicas, que cuente ella, que muestre sus estúpidas alas a la audiencia. Incluso la tristeza es bienvenida, siempre y cuando haya sido tratada con los mismos productos químicos que hacen posible la tinta y el papel. Preferimos engañarnos con trucos baratos, como el de creer que lo que cuesta once con noventa y nueve es mucho mejor que si costara doce, y que en ese empeño se esconde una bondad que nos corresponde por derecho natural. Los fruteros no venden así sus frutas ni se ven obligados a mentir con una naranja en la mano. Quizá porque su responsabilidad se limite a que no esté podrida, más que a prometer que su sabor esconde una experiencia metafísica que cambiará la vida de nadie. A lo mejor habría que dedicarse únicamente a mercancías incuestionables, aunque con esa decisión anulásemos cualquier futura expedición a lo que permanece oscuro.

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