23/4/15

Gracias a la ineptitud de Telefónica para manejar la huelga de reparadores de fibra óptica, ayer vi el partido de Champions en mi iphone, tumbado en la cama y sosteniéndolo como si fuese un espejo mágico que un hada muy madridista me hubiese prestado por compasión. Al final localicé de rebote una web marroquí que lo retransmitía. Los jugadores salían miniaturizados y tan pixelados que parecía una serie de animación polaca de bajo presupuesto, por no hablar de los retardos y las congelaciones que pusieron a prueba mi amor por este bello e intrascendente deporte. Lo que más me gustó fue el soniquete del narrador en una lengua ajena y desconocida, que iba acompañando a las jugadas. El tono eufórico era desproporcionado al juego: un triste saque de banda era elevado a la gloria por sus palabras. Parecía que el audio perteneciese a otra cosa y lo hubiesen pegado allí para gastarle una broma a alguien. Evidentemente, esta distracción superó a mi interés por el partido y me metió en una agradable ficción en la que permanecí hipnotizado con palabras que no entendía y que me llevaron a imaginar que pertenecían a un cuento de Las mil y una noches u otro de tradición oral que no conocía pero cuya música me estaba siendo obsequiada por obra de una gran confusión. Recordé a Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Nunca más cierto. Dudo que Telefónica sea capaz de valorar estos pequeños placeres que le otorga por omisión a sus clientes. No creo que figuren entre sus objetivos de marketing, pero están ahí y son tan reales como la hermosa condición genealógica del absurdo, ese hermano mayor del que nunca se librará la realidad.

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