13/4/15

En cualquier autobiografía, una vez eliminados los recuerdos de helados en un parque o la primera vez que uno vio la nieve, comienzan a aparecer los asuntos importantes. El proceso de narración de una infancia debería investigar los días en que no pasaba nada, lo no reseñable, y a partir de ahí tirar y construir un discurso que baje a lo profundo. Un niño es un hombre esperando a salir, un bulbo en febrero, una pista de despegue a medio asfaltar, pero con un avión ya al fondo.
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Ese proceso de narración debería ser constante, diario. Lo que un día se ensambla sirve para que encaje la parte que vendrá después. Se podría comparar con los puzles corpóreos cuyas piezas vienen numeradas por detrás. Construir la torre Eiffel confiando en la intuición puede resultar catastrófico.
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Me sorprende que en ningún colegio se enseñe narración autobiográfica, no ya como una asignatura literaria sino como herramienta para saber quiénes somos. Aunque al final sería un asunto menor, algo en la misma liga que trabajo manual o gimnasia. Y acabarían siendo esos mismos profesores los encargados de darla.
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Todos los gobiernos de España se empeñan en que los niños lean El Quijote, cuando es el último libro que un niño debería leer. Nuestro Air Force One con fuselaje de pellejo de vino y hélices de madera. Subid, niños, aunque no comprendáis nada ni nada os interese. Sería mucho más cervantino enseñarles primero a contarse sus vidas. Imagina un país tan hermoso en el que existieran carteles de su Ministerio de Cultura que pusieran: Contar es comprender.

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