7/4/15

Durante unos días he sido un hombre que miraba el mar, alguien que utilizaba torpemente ese volumen de agua como si fuese un espejo de mano. Quería saber. Me plantaba delante y respiraba como se respira frente a algo que impone y de lo que se espera una respuesta inmediata. La historia del cine está llena de escenas de hombres que respiran fuerte ante los enigmas: un rostro en una fila de soldados antes de la batalla, un dedo a dos centímetros del timbre de una puerta, alguien que mira desde el asiento de un coche y es testigo de algo. Mientras miraba, esperaba. El tiempo invertido era tanto que me desdoblaba en dos. El otro caía a mi lado como las lonchas de queso en los sándwiches, sin nobleza alguna. Ayer por la tarde cogí al hombre que miraba el mar como el que coge una alfombra enrollada bajo el brazo y lo cargué en el tren. A medida que nos acercábamos a Madrid sentía una responsabilidad angustiosa. ¿Qué hace un hombre que mira el mar en una ciudad sin mar? Los que venían en mi vagón hacían ruido con sus bolsas de patatas fritas y no parecían pedirle mucho al paisaje. Sé que hubiesen tomado partido, únicamente, si la señorita de los altavoces se lo hubiese insinuado: “Señores pasajeros, por favor, canten. En este tren viaja un hombre enrollado como una alfombra, pero se trata de una figura muy destacada en el arte de mirar el mar. Corremos el peligro de que muera cuando descubra a dónde le llevan. Quizá si todos cantásemos como una tripulación antigua le devolveríamos la fe en los milagros. Muchas gracias.”

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