7/4/15

Subí a la terraza y me quedé de pie con los ojos cerrados. Me dejé guiar por el calor que sentía en la cara para saber dónde estaba el sol, su lugar exacto, tan lejos y tan cerca como para que resultase agradable su contacto. Estaba con los brazos cruzados como el que espera algo. Pero en realidad no esperaba nada. Lo que deseaba lo estaba teniendo. El verbo tener se presentaba en su versión de cajones vacíos y en una conjugación de graznidos de gaviotas y perros que ladraban a lo lejos. No se trataba de una palabra que indicase posesión. Tampoco en ese momento me hubiese atrevido s compararla con "tengo una casa", ni incluso con otras más difusas como "tengo la sensación de haber estado ya aquí". Quizá el hecho de que considerase a las gaviotas y a los perros como el objeto de un deseo puntual que se manifestaba casi al mismo tiempo que sucedía, me animó a pensar que todo eso significaba por primera vez tener algo. Puede que se hubiese manifestado antes esta declaración de equidad entre lo deseado y lo obtenido, en otras mañanas, en otro tiempo, pero debieron pasarme inadvertidas porque mi pensamiento estuviese ocupado con las formas clásicas de ese verbo, las que se encargan de abarrotar cajones hasta el extremo de no poder cerrarlos. Gracias a permanecer en una terraza con los ojos cerrados pude saber, por fin, de la existencia de una extraña justicia de lo invisible que se encarga de dar a cada uno justo lo que necesita.

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