23/3/15

Se llamaba Josep Maria y ejerció de médico en Montcada, un pueblo al norte de Barcelona que hoy casi parece asimilado y borrado en esa tierra de nadie que producen las ciudades al crecer.
Antes de disfrutar de su estatus de médico con consulta en casa y un coche que le llevaba a él y a su mujer al Liceo y despertaba la envidia de los vecinos (algunos se asomaban a los balcones para saludarles o simplemente por la extrañeza de ver algo que casi nadie tenía), mucho antes, quizá, participó en la Guerra Civil como médico del bando republicano, a pesar de que él no lo fuera y, como muchos otros, sólo por la macabra lotería geográfica que le dijo: "tú, aquí." Digo que mucho antes por considerar que en las experiencias más dramáticas tendemos a echar tierra encima para convencernos de que todo lo que sucedió pertenece a un tiempo tan pretérito que apenas puede considerarse ya nuestro. Hablo hoy de él porque me casé con una de sus nietas y esto hace que su historia me pertenezca de refilón, y por todo lo que me han contado y las fotos que he visto y unos cuadernos en los que apuntaba con morosa caligrafía los partes médicos de los soldados que atendió durante su servicio. Sé que estuvo en la Batalla del Ebro, una de las más sangrientas, y que fue replegándose a medida que las tropas nacionales avanzaban hacia Barcelona. Recibía, cada poco, órdenes de desmontar su pequeño hospital de campaña e instalarlo de nuevo en otro lugar más al norte. También sé que entre sus ayudantes había monjas que tenían que hacerse pasar por seglares para salvar la vida. Josep Maria organizaba bailes en los que participaban los heridos más leves y supongo que como terapia casera para ahuyentar traumas: un recordatorio improvisado de que la vida, tal y como todos la entendían antes, seguía existiendo. Animaba a las monjas a bailar con ellos para que nadie sospechase. Monjas haciendo de mujeres que bailaban con chicos asustados a la orilla de un río cargado de muertos.
Al final de la Guerra, ya casi en desbandada y recibiendo órdenes contradictorias y apresuradas en las que los mandos invocaban al talento personal de cada uno para sobrevivir, tuvo que esconderse en una casa de Montcada hasta la llegada de los nacionales. Como su historia hubo muchas, de unos y otros, pero no me las contaron ni las hice mías. Ésta, sí.
La cámara fotográfica era suya. Nuria la recuerda de niña, enfocándola, ese ojo postizo que nos miraba antiguamente como extensión del de su dueño, antes de que su trabajo pasara a los teléfonos móviles y sus párpados se cerraran para siempre. Desde que está en casa, en uno de los estantes de la librería, tengo la impresión de que es a mí a quien mira. Ojalá pudiera asomarme al objetivo y ver allí lo que guardaba en su memoria: la mano de las caligrafías perfectas ante una vela, la estela de los proyectiles cruzando El Ebro, las monjas bailando, los camiones cargando heridos, el barro, el miedo, el hambre, la sangre seca entre las uñas que tenía que frotar con un cepillo después de cada operación, las balas cayendo en una bacina y formando archipiélagos rojos. Incluso entornar mucho la vista y verme a mí contándolo.

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