15/3/15

Nunca he sentido nada especial por las dedicatorias ni las he buscado ni al tener un libro firmado por su autor lo he apretado entre mis manos pensando que tenía un tesoro. Tampoco al dedicar los escasos míos he sentido algo parecido y sí que era parte de un show que los demás valoran: el número del mono amaestrado que se presta complaciente a los ritos de la publicación. Cuando firmé algunos ejemplares de Música ligera, recuerdo que estaba algo borracho. La presentación fue en un bar de copas y, dado que los treinta o cuarenta éramos amigos, acabé escribiendo cosas como: te quiero mucho, x; seremos amigos siempre, q; cada vez que leas esto recuerda que te quiero, r. Al día siguiente hubiese deseado arrancarles esas páginas, pero la infamia ya estaba hecha. Ayer, en cambio, en casa de mi hermana vi esta dedicatoria de Javier Marías y sentí envidia de que fuera su nombre y no el mío el que figuraba allí. ¿Qué hubiese cambiado? Lo sé, es ridículo. Nadie debería conocer a los autores que le gustan y debería bastar con lo escrito dentro, lo que al final cuenta, y no la cortesía (vanidosa por parte del emisor, infantil por la del receptor) con la que un libro parece más tuyo y más suyo por el milagro de unas líneas manuscritas. La envidia nos dice quiénes somos mucho más rápido que ningún espejo. Ayer me tocó ser el que se comía sus propias palabras. Corazón tan negro.

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