17/3/15

Ayer leía un reportaje en El País, Crónica de una muerte corriente, en el que hablaban de varios casos de enfermos terminales enfrentándose a sus últimas horas de vida. Me pareció curiosa la neutralidad con la que el redactor exponía las historias; no porque disfrutase haciéndolo, supongo, sino porque el registro en el que estaba contado y el medio así lo requerían. Me hizo pensar que la literatura quizá tenga una función más allá del simple disfrute estético, algo así como una Cruz Roja Internacional de la Memoria, que se ocupa de dignificar existencias, elevarlas e inventarse fijaciones imaginarias para que permanezcan en el tiempo. Cada muerte, al ser contada, deja de ser corriente; se escapa de la crónica periodística, de los pasillos de hospital, de los cuidados paliativos y de la simple evidencia de unos ojos cerrándose. Quizá al contar deseemos acercarnos a algo que de otra forma no se ve. De no ser así, todo se limitaría a un celador que baja un cuerpo a un sótano mientras otro desinfecta un colchón. La literatura es una religión extraña. Su dios es la memoria.

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