31/3/15

Había una chica esperando al tren. Le sonó la alerta de un mensaje. Mientras tecleaba la respuesta pude ver cómo acercaba el rostro a la pantalla y decía sonriendo: “¿Qué tal?”, como si el aparato fuese un recién nacido o el reflejo acuoso de algo frágil, extraterrenal, quizá una mascota invisible que sólo estuviese al alcance de sus ojos, una imagen creada por su intermediación y responsable de ensoñaciones tales como sustituir el sol por una fruta y suspenderla sin previo aviso en el cielo: cosas que una mujer piensa (supongo) cuando está sola y que son asumidas como parte de una realidad propia. En ese momento comprendí que somos lo que decimos y que hay algo poético en la voluntad de convertir a las palabras en embajadoras nuestras, algo que trasciende (e incluso gana) a la intención literaria con la que muchas veces deseamos que sean de todos y acaban siendo de nadie.

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