31/3/15

Asignar números al paso del tiempo resulta engañoso. La idea de que al día tres le siga el cuatro nos condiciona a pensar que el tiempo avanza hacia algún lugar que obviamente tiende al infinito. Para evitar ese vértigo se dispuso dividirlo en unidades manejables: meses, años, siglos. Toda esta convención, tan humana y práctica, hace que siempre hayamos entendido el tiempo de forma engañosa, romántica, como algo que avanza con la misma lógica que las series numéricas, como las manzanas que forman pirámides en un mercado y cuya contemplación nos llena de esa mezcla de tristeza y orgullo a la que llamamos nostalgia. Hemos decidido que recordar 1987 supone mirar atrás. Hablamos de retrospectivas cuando deberíamos decir introspectivas, ya que se trataría de mirar dentro para ver lo que sucedió, ¿pero dentro de dónde o de qué? Si pudiésemos hacer un corte a sección de un bloque de tiempo resultaría como esas ilustraciones de la corteza terrestre: capas superpuestas, estratos, bolsas de gases, partes de una tarta extraña e invisible que se fue sedimentando gracias a ese mismo tiempo que somos incapaces de definir.

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