12/2/15

Casi nunca está enferma, por eso cuando lo está se asusta y nos asusta a todos, que corremos con el termómetro e intentamos distraerla, hacerle reír o traerle su manta favorita de ver la tele. Los ojos se le ponen pequeños y con la fiebre se le marcan unos coloretes muy redondos que recuerdan a esos primeros dibujos manga de la niña de los Alpes que ordeñaba vacas y comía un queso muy amarillo y redondo que su abuelo cortaba sin esfuerzo con un cuchillo mágico. Me acerco y le toco la frente. Si acabo de venir de la calle agradece que esté fría. Mireia, como todos los niños, sólo puede entender el presente inmediato. Yo interpreto un papel absurdo de adulto que suelta palabras aprendidas. Pronto pasará, le digo en voz baja mientras mi mano se entretiene en el nacimiento de su pelo y luego vuelve a bajar a la frente y se pega a ella como si fuese un escudo o un hombre que a la desesperada se tumba ingenuamente sobre su hijo en un incendio para que las llamas no le alcancen. Cuando el paracetamol hace efecto se levanta del sofá y sale corriendo como si no hubiese pasado nada, dejando a la gripe confundida y derrotada entre los pliegues de la manta. Ya estoy bien, oigo que dice desde su cuarto. Y después la voz se pierde entre el ruido de los juguetes y las puertas del armario al cerrarse que, según cómo, podrían entenderse como la sinfonía del presente más inmediato.

No hay comentarios :