13/2/15

A veces pienso que las cosas se dividen en las que duran y las que no. Echo las monedas a la máquina y espero a que baje el vaso con el café caliente. Del otro lado del ventanal, a lo lejos, parece que la niebla lo abrace todo: los coches mal aparcados sobre la tierra, los árboles bajos que actúan como personas verdes muy obesas pidiendo ayuda en una película muda, la cara reflectante de ese otro edificio blanco que lo observa todo con imparcialidad. Las cosas que duran y las que no. A mi alrededor revolotean personas de veinte años. Sus cafés tardan más en salir porque la máquina sabe que tienen más tiempo. Tratan al fin de semana como se merece: un juego de sobremesa que despliegan ansiosos en corro. Estamos aquí, dicen señalando con el dedo. ¿Dónde estoy yo? Me dan ganas de acercarme y preguntarlo, pero creo que su tablero no reconocería mi dedo o lo rebotaría hacia la niebla. Cosas que duran y cosas que no. En media hora los árboles bajos dejarán de ser actores y volverán a su vida diaria. Es viernes. Lo debe poner en alguna parte. La máquina lo sabe. Mi café aparece como salido del ascensor de una nave espacial barata. Vuelvo a mi despacho. Paso por una hilera de carteles con mensajes que escribí yo. El tiempo es un consumible más, como los cartuchos de tinta gastados que hay en la caja de cartón junto a la impresora.

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