7/1/15

Hablamos del mundo y nos referimos a dos calles y nosotros yendo y viniendo como ratones de un laboratorio que no se sabe quién ni para qué lo montó. Contra la complejidad, cercanía. Quizá sea lo único que se nos ocurra, y está bien. Cuando decimos ‘eres mi mundo’ realmente estamos diciéndole a esa persona que pensamos en ella en esas dos calles, que de forma natural es artífice de la luz de las farolas o de nuestras ganas de caminar o del olor a algo agradable que se quema en algún sitio y nos reconcilia con una idea básica de la existencia. De entrada parece hermoso y concuerda con la idea de que la poesía popular es la lengua que mejor nos define o la que más se acerca a eso que somos por dentro. El peligro es la simplificación. La ignorancia es dulce mientras no se sienta atacada o ponga en peligro nuestra subsistencia. Si esa persona que decora y humaniza nuestras dos calles un día desaparece, corremos el peligro de quedarnos sin mundo. Esta última parte es a la que con más ardor canta la poesía ligera, la que no se entretiene en reflexiones y se conforma con contar jirones de piel y corazones rotos. Las emisoras de radio distribuyen a diario miles de canciones terapéuticas que cumplen una función social. Vas en un taxi y suena una voz que te cuenta un caso similar al tuyo. El pasajero gira la vista y trata de recomponer su mundo vacío o el incendio que haya dejado ese o esa que se fueron sin decir porqué. Imagina que en vez de esa canción saliese alguien diciendo: ‘lo que sientes ahora mismo es complejo, pero no te sientas mal por ello, la vida es compleja, tú eres complejo y ese o esa que ya no están, también’, y que después se hiciera el silencio y notaras que ya no dolía tanto ni era tan insoportable porque al final de él, esta vez, te estaba esperando tu verdadero mundo.

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