19/1/15

Había una anciana que vendía poemas de amor en los cines de Fuencarral. Yo era pequeño y aun no sabía lo que era un poema ni mucho menos qué era el amor. Los escribía en cuartillas que luego doblaba por la mitad. Llevaba foulards y mitones y turbantes morunos que le daban un aspecto de bruja triste o de vidente maltratada por el tiempo que arrastraba mucho los pies al andar. Algunos se acercaban y le compraban. Muy pocos. Creo que los vendía a cien pesetas.
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Pasó el tiempo. El suficiente para que descubriera algo sobre la poesía y algo sobre el amor. No me atrevería a decir quién trajo a quién o si se presentaron de la mano sin que nadie los llamara. Un día estaba en un bar de Malasaña y entró una chica que también vendía poemas. Llevaba el pelo como lo llevaba Alaska en esa época. Ahora pienso en todo aquello y parece que esté recordando una obra de teatro con mucha tramoya y trajes pasados de moda e incluso con una luna de las que suben al cielo a golpe de polea. Pero en ese momento era cierto. Aquella chica escribía bien. Nunca le compré ninguno, pero me recuerdo sentado en un coche leyéndolos. Seguramente me enamoré de ella. ¿Qué otra cosa podía hacer?
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Hace un rato pensaba que la poesía se debería vender así: de noche, por la calle, de mano en mano. Quizá el afán de publicar lo estropee todo. Quizá le ponga a los libros que escribimos una grasa artificial que no le conviene a las palabras que van dentro. La señora que vendía sus dípticos a la puerta de los cines Roxy y la escritora punk sabían lo que hacían. Por eso me di asco el otro día al escucharme hablando con un editor en términos mercantiles. La historia de un tratante de ganado y un pastor a punto de malvender sus ovejas.

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