15/1/15

En 2002 volé de La Habana a Madrid con el músico Compay Segundo en el asiento que tenía justo delante. Al embarcar, una azafata de Iberia le acercó el brazo para que se sujetase y él lo rechazó con una mueca amable que venía a decir: ‘puede que tenga noventa y cuatro años, señorita, pero todavía puedo caminar solo’. Como íbamos en business (él por ser quien era y yo por trabajo) no faltaron las atenciones ni toda la parafernalia transoceánica que parece no acabar hasta que las luces de cabina se atenúan y cada uno se intenta meter en su sueño fingiendo que está en su cama y no en un aparato sobre el mar. Compay rehusó la cena y juraría que no probó ni una gota de agua en todo el viaje. A pesar de poder reclinar su asiento tampoco lo hizo. Desde aquel día se me quedó grabada esa imagen: su respaldo vertical y, sobresaliendo, una porción de la copa de su sombrero blanco cruzando imperturbable el Atlántico. Un año después moriría. Cuando me enteré no tuve más remedio que imaginarle en la misma postura pero en otro avión y diciéndole a la muerte algo parecido a lo que le dijo a aquella azafata de Iberia con la mirada.

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