13/1/15

Estaba en una ciudad del norte y tenía que coger un tren para volver a Madrid. Sé que cuando se trata de un sueño las distancias cambian y los transportes públicos no se corresponden con los actuales: trenes insulsos de morro puntiagudo con ventanillas que no se abren. Los que aparecían recordaban en la forma a los Ter y los Taf de los setenta, trenes automotores de líneas vagamente futuristas aunque algo cambiados, más livianos y de interiores blancos y sin asientos. Todo esto no sorprende cuando sueñas. Asumes que los viajes se hacen así y no caes en buscar la comodidad ni comprobar tu número de asiento porque no figura en la intención de lo soñado, sea cual sea, o si la hay. Lo cierto es que tenía que regresar de ese lugar irreal del norte pero me bajé antes por despiste o porque creí que allí estaba mi casa y la vida que hacía. Llegué a una ciudad deshabitada. Pasó algún tiempo hasta que me di cuenta de mi error y de que ese sitio no era Madrid. En vista de que no pasaría otro tren, decidí regresar a pie. Pasé por un desfiladero de hielo. Había animales que me miraban como si fuera una atracción de circo, un equilibrista perdido que tiene que demostrar su destreza para no caer al vacío. Los animales parecían entretenidos observándome mientras yo me preguntaba por qué me había bajado antes de la estación que me tocaba, gran necedad por mi parte o quizá la excusa con la que yo mismo me quería decir algo. Intenté llamar a mi mujer pero no atendía la llamada. Quería decirle que estaba en una ciudad desconocida y no podía volver, pero sólo estaban los animales aquellos asistiendo al show de mi tristeza, la de un hombre caminando por una cordillera de estalactitas para probar algo que, ya fuera del sueño, nunca sabrá qué es.

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