13/1/15

El espíritu humano. Le hace falta viajar a Florencia en busca de estatuas en las que reconocerse palpando la grandeza de un bloque de piedra tallado del que alguien supo extraer una universalidad irritante. De ahí los autocares de turistas y la peregrinación de miradas que no se cansan de preguntar por una esencia huidiza y hosca que acaba resultando intransferible, porque la piedra se quedó viviendo en su época y no somos capaces de entenderla desde nuestra posición en el tiempo. O pasear por el Louvre con esa mezcla de veneración y encogimiento que producen ciertos cuadros escandalosamente perfectos. ¿Qué sabía Delacroix que no sepa yo? ¿Tendrá razón en lo de que la libertad es una mujer semidesnuda que nos guía? Qué esfuerzo provoca comprender lo que somos de forma oficial, cultural, libresca, enciclopédica, desde el tumulto polvoriento de todos los que estuvieron antes y cuyo zumo hemos de beber con mano temblorosa. Menos mal que otras veces resulta más fácil. Algunos de los objetos que nos rodean son pequeños homenajes a lo invencible, a nuestra capacidad para resistir, para sobrevivir más allá de lo razonable. Lo malo es que poseen una naturaleza utilitaria que les aleja del reconocimiento que le damos al arte. Un tubo de pasta de dientes, por ejemplo. Cuando crees que ya no queda nada dentro siempre acaba saliendo algo, lo justo para decir: ‘que nadie me tire, todavía sigo aquí’.

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