1/12/14

Siempre que llega diciembre pienso que me van a pasar cosas buenas. La creencia en este pensamiento mágico viene de cuando era pequeño y al acercarse mi cumpleaños creía que la vida tenía que regalarme algo, tener un detalle conmigo simplemente por ser yo y estar aquí. No sé de dónde vendrá esa idea de que la vida nos debe cosas, cuando en realidad seríamos nosotros los deudores por el simple hecho de existir. Pero el pensamiento mágico, muy cercano al romanticismo, nos empuja a pensamientos desatinados y necesarios en ciertas épocas de la vida: reyes en camellos que atraviesan paredes, tipos que bajan por chimeneas, amores eternos, parejas que patinan en lagos helados, presencias benefactoras que tras la muerte velan por nosotros, ángeles, recompensas post mortem por haber mostrado una hoja de servicios decente. El caso es que llega diciembre y me sigo escondiendo del paso del tiempo con bobadas dignas de guión de dibujos animados. No he crecido. No he avanzado nada. Últimamente me había resignado al fin de esta clase de creencias. Estaba casi adiestrado en el látigo seco del realismo. Todo parecía ir bien. Ser adulto consiste en ir regulando la aceptación de malas noticias a una intensidad constante pero moderada, como si la edad nos regalase un dispositivo para compatibilizar esa corriente de alto voltaje con la supervivencia. Serán los milagros. O serán esas casualidades que al posarse en un paisaje tan raquítico los confundimos con aquellos y nos hacen bailar de forma imaginaria por el pasillo. Bueno, parece que este año tocaba: la buena noticia, algo que con cierto cariño se puede llegar a entender como un regalo (sí lo es, sin duda) y que ha pasado estos días que anteceden al martillazo de mi año más. Que la vida me lo apunte junto a todo lo otro que le debo. La lista es larga. Pero ahora, bailemos.

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