2/12/14

Me gustaba ir a su casa de Montcada. Era antigua, de tres alturas, estrecha y profunda como lo eran antes muchas en los pueblos. A la entrada tenía el estudio, una habitación en la que apetecía estar, con esa luz baja que se agradece en invierno y la vista de dos peceras al fondo con unos inquietantes peces tropicales. Siempre nos contaba que había uno que era el jefe del clan, el chulo que tenía atemorizados a los demás. Pegábamos la cara al cristal y contemplábamos sus movimientos, la lenta y pomposa coreografía de su dominio. Era un animal hermoso. Ángel me contó que se había comido a varios peces pequeños. Esa información hacía que su belleza fuese un poco más incomprensible y a la vez más intensa y también despreciable, pero nunca le hablaba de esto porque él no veía crueldad sino una pequeña metáfora del mundo que contemplar desde su vieja silla giratoria. Mi mujer me llamó esta mañana para decirme que había muerto. Llevaba más de siete años luchando con un cáncer, aunque no creo que el verbo luchar sea el adecuado para algo así, sólo un eufemismo que nos inventamos para hacer más soportable nuestra inferioridad ante la devastación de algo que nos arrincona y nos vapulea a su gusto. A veces se cansa y nos deja con vida, como imagino que hará el pez de franjas irisadas de Ángel cuando simplemente se aburre de su presa y le dice: ‘desaparece, te perdono hoy la vida, pero nada te aseguraré mañana’, y el pez indultado busca el vértice más alejado para festejar el primer día de su nueva existencia. Ángel era tío de mi mujer y también mi amigo, alguien que desde su ordenador del cuarto de los peces leía lo que escribo aquí. Es imposible comprender la muerte porque lo único que conocemos es la vida. Es difícil imaginar algo que no sea este estado, esta condición cambiante que nos gusta pensar inamovible como autodefensa, como sueño, como escapada, como un triunfo pírrico que celebrar mientras dura. Y cuando se apaga en alguien, los que seguimos viviendo nos quedamos mudos, con miedo hasta de parpadear por si en esa fracción de segundo se nos escapara la solución al enigma, la pieza con la que entenderlo por fin todo. Pero no funciona así. Sólo nos queda un vacío incongruente, un dolor rugoso bajo la piel y la sensación de haber visto zarpar un barco de velas negras que nadie sabe adónde va. Descansa en paz, Ángel.

No hay comentarios :