9/12/14

La intimidad siempre es furtiva. De lo contrario sería parte de la Historia, aparecería en los libros más voluminosos en vez de en los poemarios o en las páginas más discutibles que se escriben en los manteles junto con las manchas de vino que decoraron por accidente sus bordados y el resto de huellas que dejaron los que comieron allí. También lo es la mirada de los que ya no están y nos observan desde los marcos sobre aparadores y librerías. Parece que estén ahí para dar conversación de sobremesa en domingos como este. En sus sillas de lona junto al mar, en nuestras bodas cuando nos besaron y sus manos temblorosas nos rozaron la cara y supimos ver en ese gesto una continuidad del amor que nos quería decir algo, pero, ¿el qué? La vista sigue con su circunferencia y descubrimos otras en lugares de África que nunca visitaremos ni podremos aspirar a imaginar su época porque nuestra intuición es limitada y tramposa y prefiere observar con prismáticos de ópera en una mano y una copa de licor en la otra. En todas las casas debería haber un piano, como antes, aunque nadie supiese tocarlo. No hemos progresado. El mío lo colocaría junto al mirador. Bastaría con levantar la tapa a media tarde y tocar dos notas. Nuestra intimidad nos lo agradecería regalándonos una escena de película de Bergman en la que unas manos descorren un visillo mientras otras posan una bandeja de dulces sobre una mesa baja. La historia a la que pertenecemos es tímida y sólo permite ser contada ciertas tardes bajo cierta luz y en presencia de ciertas personas que entran en ella al final del tercer acto, casi cuando la obra está finalizada y los muertos de las fotografías sonríen un poco más de la cuenta para demostrarnos que no hay nada trágico en el hecho de desaparecer.

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