9/12/14

El trabajo se lleva demasiado. Cuando lo tienes, por lo que ocupa; y cuando no, por las horas en que lo echas de menos. Más allá de ser un medio de ganarse la vida se convierte en una extraña representación del tiempo. Tú caminando por un pasillo hacia una sala. Tú en esa sala sentado escuchando a otros o haciendo que los escuchas o intentando convencerlos de algo, cuando lo que te llama la atención son las nubes, su paso, el volumen que le ganan al cielo y esa hipnótica suposición de desfile que te hace divagar. Después te ves regresando al contacto de tu silla, el movimiento automático de los brazos acercándola, tu cuerpo dejándose caer, un hogar incierto y luego los brazos que se posan en la mesa, un reino mínimo pero real desde el que asistir a otros desfiles de tiempo y a cuerpos que pasan por delante y se cruzan representando un ballet que debes aprender a amar, o puede que lo hagas ya de forma inconsciente por la experiencia. Las máquinas, las monedas, el vaso caliente del café, el trozo de conversación dulce que coges al vuelo sobre una ruptura o un nacimiento o un rumor que no tiene más alcance que la necesidad de drama que llevamos dentro, el paseo por la recepción, la mezcla de épica y risa que dan los logotipos corpóreos retroiluminados, con su afán de delimitar un territorio absurdo y a la vez verídico, porque estamos ahí, somos parte aunque mentalmente nos situemos en el extrarradio de la acción. Pudor, asco y orgullo, aunque no sepas el orden ni la importancia y dependa del día que toque o de tu disposición a decir: vamos, un día más, una semana, todavía puedo. Nadie acaba de comprender en qué consiste una empresa. Puedes pasar años en la misma o rebotar en muchas que acaban siendo la misma: nada sacarás en claro salvo que son escenarios monstruosos, amables e improvisados para ver cómo el tiempo te atraviesa a la manera de esos números de magia china en los que estás dentro de una caja festiva de color rojo mientras el público aplaude a cada sable que no te ha conseguido matar.

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