10/12/14

Nos parece que los viejos lo hayan sido siempre. Les vemos coger una naranja con la misma lentitud con la que alguien cogería un planeta miniaturizado que hubiese caído al suelo por error, y nos decimos: es normal, siempre fueron así, nacieron con la piel desgastada y esas venas violáceas que atraviesan los nudillos de sus manos como lo haría una serpiente marina a la que le han dicho que nade hasta el corazón porque allí encontrará alimento para siempre. O en un autobús, absortos, fuera de una partida que se desarrolla con reglas que ya no entienden o simplemente no se corresponden a lo que una vez jugaron. Sin embargo vemos un niño y avanzamos sin esfuerzo hacia su edad posterior. No nos cuesta imaginar que cambiará, que sus huesos se estirarán gracias a un convenio antiguo. Su rostro, sus inquietudes, la forma en la que miran al mundo. Todo será distinto y no nos parece disparatado adelantar su tiempo. Hacemos lo mismo con los árboles que tienen las ramas vacías en invierno. Hemos aprendido a pintarles hojas. Somos una especie superior porque podemos alterar la realidad en nuestro beneficio. Pero con los viejos no sabemos qué hacer. De ahí quizá la costumbre de congelarlos arbitrariamente y atarles después a la barca más estable del lago para que permanezcan allí quietos hasta que resolvamos qué hacer con ellos en nuestra cabeza.

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