14/12/14

Escribir es antinatural. Hay que asumirlo. No se realiza bajo leyes fisiológicas involuntarias ni se produce con el automatismo de la respiración o del riego sanguíneo. Será por eso que a veces abro un documento en blanco y me siento ridículo y me viene la pregunta de qué hago aquí, qué estás haciendo y con quién te quieres comunicar, ¿no te conformas con existir y la vanidad de tu simple presencia te hace contarlo? Cuando pasa me quedo muy quieto y trato de encontrar la raíz en el abismo de ese blanco electrónico irreal al que va la mirada, como si fuese un carril de vehículos imaginarios en un mar helado por el que hubiese necesidad de navegar, entendiendo que al otro lado, al final, habrá algo digno que justifique el intento. Lo que he escrito hasta ahora no existe. Se fue solo o se lo llevó alguien en un bolsillo creyendo en un valor que no tiene. La antinaturalidad de la escritura siempre gana. Su martillo golpea más fuerte. Es parte del funcionariado mundano: la lluvia, los pinchazos en el estómago o la sinfonía de todos los dolores. No se fatiga como yo. Tampoco necesita pactos puesto que su ley está por encima de cualquiera. Sin embargo sigues. Puede que quedarse quieto en ese mar suponga la congelación. En este vicio no valen las brújulas ni los consejos de otros que pasaron por aquí. El paisaje se renueva a diario dependiendo de ti. Tu miedo es el atrecista. ¿Qué esperabas? Si no te gusta, salte, cierra, apaga, no mires, recula, observa de nuevo todo con humildad, desarrolla la soltura que intuyes en los otros, la despreocupación de que sus días no sean consecuencia de nada, sólo un baile que han aprendido y al que obedecerán hasta que la música deje de sonar.

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