6/11/14

Trabajé ocho años en un rascacielos que luego ardió. Las llamas hicieron de las suyas toda la noche. Desde donde vivía entonces pude ver la columna oscura a la mañana siguiente, empeñada en taladrar el cielo. Dicen que fue el propio Corte Inglés el que encendió la cerilla. No sé, supongo que es fácil pensarlo cuando al cabo de los años pasas por ahí y ves una mole cilíndrica y casi de la altura del antiguo edificio, que se acabó convirtiendo en un anexo monstruoso. Ahora, ocupando el espacio que un día ocupé yo, hay dependientas que hablan entre ellas y dejan pasar el tiempo entre hilos musicales y ráfagas de megafonía que animan a la gente a comprar. Los dos trabajos se parecen. Yo no escuchaba música de ascensor en mi despacho pero me pasaba los días escribiendo anuncios para vender cosas: mortadela de pavo, vodka, seguros de vida, herramientas de bricolaje, pesticidas, cuentas corrientes, zapatillas de deporte. De todo aquel tiempo me quedo con algunas cosas: unas son sentimentales y no toca hablar de ellas ahora. Visto hoy, lo mejor fue aprender algo de economía lingüística, aunque fuera con fines comerciales. Escribir publicidad es ir al grano. Tienes veinte segundos para acertar. Se parece a esa escena de Star Wars en la que Luke Skywalker va al final de la película en su nave y sólo tiene una oportunidad para dar en el blanco. Darth Vader le persigue en su espectacular caza de color negro, que siempre me gustó más que el otro. Una vez separada la cápsula comercial, como en los cohetes que atraviesan la estratosfera, te quedas con la disciplina de la síntesis. En ese edificio que ya no existe aprendí a pensar, a hacerlo rápido, a que el dedo supiera cuando era el momento exacto de apretar el botón rojo. Luego la nave vira y contemplas la explosión que, dependiendo del caso, es una galaxia, una nave imperial, un rascacielos hortera de principios de los ochenta o la provincia más alejada de ti mismo.

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