9/11/14

Leí Tiempo de silencio en el colegio. Supongo que tendría trece o catorce años. Me produjo una extraña conmoción de la que no hablé con ninguno de mis compañeros ni mucho menos con el profesor de literatura, un religioso relamido que no estaba en disposición de entender la grandeza de la obra de Luis Martín-Santos. Quizá supuse que ninguno habría sentido lo que yo. Y no lo hice por elitismo ni por verme como un príncipe que cabalgaba por encima de ellos. Desistí porque desgraciadamente les conocía y les veía jugar al fútbol a diario y escuchaba sus comentarios y asistía a sus empujones por las escaleras y sabía lo que les hacía gritar como monos y su estándar de sensibilidad del que yo quería distanciarme con una furia que debía disimular para no pasar por el raro, el diferente, el que en el recreo se sentaba en la base metálica de las canastas y se ponía a mirar nubes ensimismado. Lo triste es que la soledad y la incomprensión de Tiempo de silencio era la misma que yo sentía años después de haber sido escrita. España seguía en una postguerra dulcificada por la muerte de Franco y la legalización del partido comunista, pero contenía las mismas sombras e incertidumbres que la de los años cuarenta. Tuvo que pasar más tiempo, mucha transición, para que la sombra se suavizase o se hiciese más perpendicular al suelo y así Europa nos echase una mano por la espalda como hacen los iguales para decirse que lo son. Revisé el otro día los estantes de mi biblioteca y no la encontré. En ese momento hubiese cambiado todos los libros por aquel, igual que hubiese aceptado el trueque de muchos de mis mayores momentos de felicidad por los que tuve leyéndolo en mi habitación, casi sin respirar, mareado y a la vez alegre al descubrir que antes de mí hubo otros que abrieron un camino que nadie podrá cerrar nunca. Es lo más aproximado y científico que puedo decir acerca de la tradición y sobre el desquiciante hecho de contar cosas que después otros leen y aceptan como propias.

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