17/11/14

Soy una peluquería de los años cincuenta con sillones de respaldo cromado y un rótulo fuera que da vueltas. Lo sospecho con más intensidad los días que no tengo clientes y para matar el tiempo me retoco las patillas frente a un espejo ahumado mientras suena la radio y las voces intrascendentes resbalan por la madera de las paredes y caen al suelo donde juegan a los remolinos con los mechones de pelo que olvidé barrer. Creo que la carga existencial se parece de alguna forma a esa sensación de bien inmueble, de establecimiento poco frecuentado a pesar de las ventajas que se ofertan dentro. En mi caso sirvo para cortar el pelo. Sé lo que hay que hacer cuando alguien entra. Le ayudo con la chaqueta. Sonrío. No me cuesta trabajo mostrarme amable con los desconocidos sabiendo que el contacto durará apenas media hora, tres cuartos si es que quiere que le afeite y deba prolongar la conversación por lugares fáciles y apropiados para permitir que la espuma de la vida rebose ambos cuerpos: el que está sentado observando las molduras del techo y el que utiliza los dedos de la mano derecha como un trípode orgánico para que la navaja haga su trabajo mientras contiene la respiración. Pero el aspecto más tentador de imaginar que soy esa peluquería está en la posibilidad de darle la vuelta al letrero de la puerta para que se lea el mensaje de ‘vuelvo enseguida’ y así pueda salir de mi jaula un rato. Me conformo con quedarme tras la verja de un parque y mirar de lejos lo que ocurre dentro: la alegría de los niños que creen que el mundo es uniforme, los pájaros con sus sueños incomprensibles, la luz manejando los pasos a nivel de las emociones. Todo eso. Sé que sólo sería un rato, lo que duran dos o tres cigarros fumados uno tras otro, pero lo haría desde fuera de mi vida. Después volvería: empujar la puerta, voltear de nuevo el letrero, ponerme la bata, abrocharla ante el espejo y quién sabe si girar el dial de la radio muy despacio con la esperanza de que en ese momento alguna emisora estuviese poniendo las Variaciones Goldberg que grabara Glenn Gould en 1955 cuando sólo tenía veintitrés años.

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