18/11/14

Me sorprende que no haya monumentos a la monotonía. Parece que lo que de verdad nos gusta y buscamos no sea objeto de admiración pública. Hay estatuas de libertadores, dictadores, dioses, generales, descubridores que apuntan algo con el dedo, de gente a caballo que defendió causas que ya no recuerdan ni las palomas que se posan encima, pero por más que busco no encuentro ningún tributo a la monotonía. Lo que más se acerca son los alegóricos o indirectos, aquellos que no nacieron con ese fin pero cuya emanación poética ha colocado en otra parte lejos de su función. Yo, por ejemplo, cuando veo un edificio de El Corte Inglés siento una emoción difícil de clasificar. Es como si viera una estatua gigante de cuando reinaba la clase media en España, una deificación nostálgica de los placeres de la monotonía en estado puro, algo que se sigue disfrutando en sus ascensores que aún conservan ese género de música de ascensor o en todos los productos que pueden tocar las manos: telas, cristales, maderas, peluches, plástico, goma, acero, papel, cosas duras y blandas, cosas que huelen bien, cosas que suenan, cosas frías, cosas bien hechas, cosas ridículas, cosas que no sé para qué sirven pero que están ahí, dispuestas a incorporarse a mi vida o a la del primero que las compre. Creo que la monotonía es un reino, un estado mental y moral que nos permite comprender la vida y tratarla de forma tangible como si fuese una tela que se pudiese extender en el suelo para ser medida y comprobar su extensión y su textura, incluso para tumbarse encima y envolverse hasta que seamos capaces de distinguir de qué está hecho el tiempo, qué fibras y sonidos lo componen y cómo es capaz de trabajar en dos direcciones a la vez y cómo no nos volvemos locos al estar en medio sin saber hacia qué lado tirar. La monotonía le lleva la contraria a la realidad. Es la ficción más humana, el estanque congelado, la bola que contiene esa ciudad en la que siempre nieva, el tren que ya nunca abandonará la estación, el cajón donde mi abuela guardaba los manteles y yo hundía la cara de pequeño para intentar comprenderlo todo.

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