20/11/14

Me gusta mirar a los que leen porque así puedo saber cómo soy cuando leo. Un cuerpo que sujeta un libro ante los ojos desarrolla una existencia puramente testimonial. Cierto que sigue ocupando un espacio y que consume oxígeno y lo convierte al poco rato en otro gas adulterado que luego la atmósfera adecenta como puede. Así muchas veces mientras las páginas pasan. Nunca es uno más ajeno a su respiración que cuando lee. Tampoco hay estadísticas ni recuentos de las veces que los pulmones se inflan y desinflan por cada mil palabras, aunque supongo que dependiendo del tipo de literatura cambia. Proust estaría entre los de menor consumo, el autor más concienciado por las bajas emisiones que produce a la atmósfera. Sin embargo, todos esos escritores que colocan una catapulta al final de cada capítulo para lanzar al lector al siguiente son los más contaminantes ya que fomentan la estrategia de la lengua fuera y las extra palpitaciones con su escritura tramposa. Me basta con mirar el rostro de los que leen (y no el libro) para saber de qué trata. El arqueamiento excesivo de cejas denota suspense. La mirada perdida, extrañamiento. Los mejores libros son los que colocan a los ojos en medio de un lago y dejan que floten en busca de su propio destino, porque saben mejor que nadie que son ellos los encargados de armar una visión alternativa en la que lo desconocido tenga cabida, crezca y se establezca como realidad.

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