13/11/14

La escritura como una expedición a la verdad, según Kafka, de ahí el ruido de los preparativos, la postergación, el temblor de las manos ante la oscuridad del camino, dedos que pertenecen al mundo occidental, libre, seguro, el que se ve desde fuera, pero no el de dentro que nunca será colonizado ni fue romanizado, imposible de asfaltar, ya digo, nada de legiones ni estandartes: los dedos reciben la orden y tiemblan y lo hacen como el que va en el vehículo anfibio antes del desembarco y espera que el portón de hierro caiga y se vea la playa y contemplar el espectáculo de los surcos de diamante del fuego enemigo girando sobre sí mismos hacia la carne, la urgencia del final, la fiesta del deceso, ¿quién no quiere ver algo así antes de morir? Expedición y fracaso. Ese es su nombre, aunque Kafka no lo dijera porque no le dio tiempo a acabar la frase, pero sí lo dijo en libros, lo intentó al menos, libros que son muy difíciles de leer y que aburren mucho porque casi no pasa nada y los que esperan aventuras ven que el barco no se mueve. Entonces llega uno y les dice que se llama acción interna o interior, un mecanismo que sólo se advierte si desmontas el relato, le quitas los tornillos y lo destripas a la luz, eso es lo que hay que hacer, Franz, la tornillería secreta, lo que hacen los niños cuando les dan un reloj viejo y lo abren y posan las ruedas dentadas en la yema de sus dedos y por un momento entienden el milagro. Exactamente por eso escribimos, ¿o no?

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