5/11/14

El bromista de todos los otoños coloca en el horizonte una fotocopia aumentada de las montañas de la sierra que veo al salir de casa. Las hace con nubes de color violeta y les añade pigmentos de cobre, plomo y gris uniforme antiguo de policía. De lejos dan el pego. La sensación es bastante real. Me ayuda a pensar que por la noche me acosté en Madrid pero que amanezco en Santiago de Chile. Y todo por un puñado de gas sucio. Dentro de mi cabeza sucede algo parecido. Hay masas nubosas que deforman, tapan o se superponen con otras imágenes almacenadas al azar. Cuando cierro los ojos en la cama actúo como el que deja un cuadro a medio pintar: sumerjo el pincel en trementina y me paro a ver la emulsión del color diluyéndose en forma de cabeza de medusa, como si fuesen unos fuegos artificiales pagados de mi bolsillo en honor a alguien que no conozco. Mientras duermo, otro sigue pintando. Por la mañana me levanto y digo: ‘¿Quién puso esa casa ahí? En mi lago no había ninguna mujer que me mirase desde la orilla’. Se lo digo a alguien que huye, a una espalda que se va haciendo pequeña a medida que se acerca a las montañas.

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