21/10/14

Viniendo del bar del supermercado en el que a veces tomo café pensaba en la insignificancia, y no por la vista de ese bloque de sillas de enea a las que un inmigrante con tatuajes en el cuello estaba desembalando ni por la pila de mini toboganes de plástico a los que el sol les multiplicaba por mil su color verde chillón. Pensaba en la pura insignificancia de tirar de un hilo para hacer que las cosas que un día fueron vuelvan al presente convertidas en arte. El ensayo de Yuri Andrujovich que llevaba en la mano me lo decía a su manera: conviene hablar de lo ido sin moralizar y que el cristal o la forma redondeada (incluso el olor) de las botellas más hermosas que hayamos visto regresen con la misma naturalidad con la que un día aparecieron. La insignificancia es la base para construir cualquier pensamiento. De ahí hacia arriba o hacia los lados o hacia dentro, da igual. Después atravesé el parking trasero y me crucé con una excavadora que descansaba con la mandíbula en el suelo junto a un montón de arena. Somos iguales, le dije, la única diferencia es que tú no tomas café. De vuelta al trabajo caminé por una acera con muchos árboles. La luz del sol se colaba entre las hojas convirtiendo al aire en un alojamiento horadado y esponjoso. Justo en ese momento quise rezar e improvisé una oración para mí mismo que venía a decir: ‘Gracias por la luz y la soledad y por este miedo indomable de cuando hablo conmigo o escribo. Gracias también por las editoriales pequeñas que se toman la molestia de traducir a escritores ucranianos de mi generación a los que de otra forma no habría conocido. Te bendigo pues, insignificancia.”

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