21/10/14

A comienzos de los noventa, antes de que Internet acabase con el sonido de las páginas de papel pasando, invertí muchas horas en mi primera agencia de publicidad hojeando libros de ilustradores americanos hiperrealistas que dibujaban mazorcas de maíz, tractores, puestas de sol en campos de trigo, cerezas muy brillantes y bandejas de donuts que casi se podían oler. No sé qué hacían allí todos esos libros si en realidad luego nunca llamábamos a ninguno de ellos y sí a uno que vivía por Legazpi y que era capaz de dibujar cualquier planta con su aerógrafo. Los encargos para la cuenta de pesticidas Monsanto eran tan técnicos que casi tendríamos que haber recurrido a un botánico para certificar que las nervaduras de esa vaina de guisante que nos mostraba en el foam al levantar la camisa de papel vegetal se correspondían exactamente con las de verdad. Pensar ahora en todo eso parece tan ridículo como recordar las partes de una ceremonia de coronación a la que no fui invitado, aunque alguien al oído me diga que sí, que de alguna forma estuve allí vigilando que la corona brillase impoluta sobre el cojín de terciopelo o asegurándome de que los estandartes reales estuviesen dispuestos de tal forma que ninguna de las casas reales asistentes se sintiese menospreciada. No es tanto que eche de menos la época sino esa extraña meticulosidad alegre que se desarrolla con el ejercicio de cualquier actividad repetitiva y que va creando, a su manera, una destreza. La misma que tendrían las hilanderas que pintó Velázquez o los soldados rusos que repasaban sus fusiles sobre la nieve de Stalingrado o los trabajadores chinos del ferrocarril en California cuando alineaban traviesas o las amas de casa que desmoldan un pastel con la punta del cuchillo hasta completar lentamente su circunferencia.

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