25/10/14

Nunca me han gustado las grandes historias. Creo que la única excepción fue ver a los once años Star Wars. Esa fue la mayor universalidad narrativa que fui capaz de soportar. Supongo que a esa edad se agradece lo que muchos entienden por ‘grandes historias’. A partir de entonces emprendí un viaje inverso al de la mayoría: fui de lo grande a lo pequeño. Y no me arrepiento. Una editora y amiga me dijo un día que echaba de menos las grandes historias. Arrastró intencionadamente la ‘a’ de grandes porque entendía que así se multiplicaba la grandeza y le daba una resonancia romántica extra que quizá ella misma necesitaba escuchar. El mercado editorial no deja de lanzar grandes historias en tapa dura, grandes amores, grandes revoluciones, grandes descubrimientos, grandes guerras del pasado. Cuando mi mano pasa por todos esos libros siento lejanía, como si fuesen objetos de un museo que habla de una civilización ajena. Creo que este pensamiento estará unido al hecho de que la novela como género cada vez me dice menos. La ficción estándar me deja frío. Y sin embargo sigo leyendo por ahí las recomendaciones de supuestos escritores profesionales (no sé si consagrados o autoconsagrados) que recomiendan a los que empiezan a escribir que se separen, que aprendan a crear personajes, que estos evolucionen, que sus relatos tengan una estructura y una dinámica propias que los hagan fluir y avanzar. A este paso nunca seré un escritor consagrado porque cada vez me da más pereza la novela como género y me acerco como una vulgar polilla a esas luces ambiguas, mestizas y pequeñas que mezclan el yo con el personaje, la reflexión con la trama y el argumento con su vida. Los innumerables talleres y escuelas literarias se quedarán con un cliente menos que encarrilar en la construcción de tramas sólidas. Jamás escribiré Guerra y paz. No albergo Grandes esperanzas. Tengo lo que tengo: palabras cada día más pequeñas y la extraña certeza de que un día serán capaces de alcanzar mi tamaño.

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