25/10/14

La baronesa Blixen tenía (o tuvo) una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. Imagino que su plantación de café en Kenia, por muy fallida que acabara siendo, le sirvió para conocer el África real y caminar de una forma adecuada por su suelo. Hasta que uno no pisa el suelo real de un continente no puede decir que lo conozca. Yo no soy la escritora danesa, así que mi conocimiento real de África se limita a los doscientos metros que separan la terminal internacional de llegadas del aeropuerto de Johannesburgo con el de las salidas domésticas. Quizá esté hecho así para que los ocasionales viajeros de negocios tengan la oportunidad de recorrer un minúsculo tramo del continente verdadero. A lo largo de ese trecho fui abordado por adolescentes y jóvenes negros que me pedían tabaco, me tocaban amenazantes la cara y palpaban mi equipaje de mano. Iban vestidos como en los videoclips de Mtv, que para eso sirve un canal global de música, para que a nadie (da igual dónde viva) se le ocurra ser diferente: la singularidad no es rentable. Me pedían dinero. Me pedían tabaco. Me decían en un inglés duro y arcaico que si quería droga, cualquier droga, mujeres. Hasta uno me ofreció cajas de vino sudafricano para que me llevara de recuerdo. Tuve la sensación de que el camino que unía ambas terminales no pertenecía al aeropuerto, casi ni al mundo, que era un espacio sin ley custodiado de espaldas y con desidia por dos policías que fumaban y reían ajenos. África me proporcionó un minúsculo viaje temático por su túnel del miedo. Pisé su tierra momentánea, como lo son todas cuando nuestros pies las surcan, sin huellas son eternas y se ríen de nuestros títulos nobiliarios y de nuestras frases que pretenden esculpir para la posteridad tiernos comentarios en lápidas de cartón que imita a piedra. Yo no tuve una granja en África al pie de las colinas de Ngong, pero caminé doscientos metros por ella.

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