2/10/14


(Fragmento de Regnum)


La primera vez que Mefis me contó, comiendo en una sofocante tasca del centro, que estaba preparando una versión de El paraíso perdido, creí que se trataba de otra de sus bromas, de esos chistes que hacía para sí mismo con frecuencia y que después celebraba enseñando mucho sus dientes pequeños y grisáceos hasta que conseguía que su interlocutor también lo hiciera. Pero tras casi medio minuto en que ambos nos enseñamos los dientes y nos asentimos el uno al otro con la cabeza, comprendí que era verdad, estaba preparando desde hacía varios años una versión personalísima de la obra de Milton. Según creí entender se trataba de una traducción del texto original realizada con la ayuda del traductor de Google y guarnicionada con elementos de ciencia ficción y personajes de juegos de rol. Me llevó un tiempo darle forma en mi cabeza a todo eso y comprender qué le lleva a un hombre a tal extremo. Pero tampoco era yo quién para juzgarle ni en mi intención estaba menospreciar al reciente inquilino de mi sótano imaginario. Incluso el propio Marías, allá en lo alto, no debería. Nadie debería sentirse libre para juzgar lo que en la mente de otro se cuece. Allá sus razones. Es su cabeza y su vida las que lo juegan, sus sombras y sus propios diablos los que bailan en torno a esa idea y no nos es lícito interrumpirla. ¿O es que acaso Marías daba cuenta con antelación de sus jugadas? No me lo imagino dicendo haré esto y lo otro, a este me lo cargaré en el folio cien y este otro vivirá hasta el final, mientras atusa embobado a uno de sus soldaditos de plomo.
-Es normal que no lo entiendas -me dijo después de una larga pausa debida a la expulsión de un gas esofágico o a la pausa que le imponía a veces la hernia de hiato, que le obligaba a agarrarse con fuerza al tablero de la mesa hasta que pasara el trago y poder seguir comiendo o hablando, según el caso-, la razón humana está amaestrada en lo insignificante, en lo establecido. Cualquier aventura honesta e íntegra que se salga del carril la vemos como obra de un loco. Así nos lo han metido en la cabeza durante siglos de cultura establecida y pomposas corrientes de pensamiento que anulan cualquier novedad.
-Visto así tienes razón, Mefis -contesté mientras rebabaña el último reguero de yema de huevo que quedaba en mi plato-, pero no me negarás que suena un poco absurda esa idea de confiarle a un software la traducción de una obra tan compleja y llena de matices.
-¿Y tú que sabes? A lo mejor Milton se descojonaría con la idea. Además acabó ciego y siendo un cascarrabias con sus hijas, que las traía a mal traer. Qué le va a importar a alguien así, que además lleva muerto la hostia de tiempo, lo que hagas o dejes de hacer con su obra. Además -dijo acercándose en tono confidencial-, recuerda que gracias a él sabemos que ni el cielo ni el infierno son espacios físicos sino estados de ánimo. Toma ya -dijo dando una palmada muy sonora en el aire y luego chasqueando los dedos y floreándolos como si estuviese bailando sevillanas sentado-. Esto ahora te puede parecer una chorrada pero imagínatelo en esa época llena de guerras de religión y tipos que te arrancaban la cabeza por menos de la mitad de ese comentario. Todos estamos condenados a vivir nuestro tiempo, menos las mentes preclaras que se adelantan a él y a todos sin que lo puedan remediar, porque está en su naturaleza, igual que está en la nuestra ser unos charlatanes literarios. Fíjate en mí, un tío que vende novelas en Amazon. El mes pasado gané siete euros con cincuenta, ¿y qué?, ¿me pego un tiro por no estar traducido a veinte idiomas como tu querido Marías? Los cojones. Aquí estoy, más chulo que un ocho y feliz de que la vida me haya dado la habilidad de contar historias. ¿Por qué entonces hemos de seguir creyendo que la cultura oficial es nuestro papá o nuestra mamá? La creación debe ser libre como es en esas mentes únicas, de lo contrario se convierte en pensamiento de salón. ¿Y si yo quiero llevarme El paraíso perdido a mi propio infierno y hacer una fiesta allí con enanos, tragafuegos y dinosaurios que escupen rayos láser? El espíritu de la escritura debe ser el espíritu de una fiesta que no termina nunca, una fiesta en la que cada invitado invita a otro formando una cadena que se alarga en el tiempo y une una época con otra, una tradición con otra, una verdad con otra. Es como una discoteca non stop, pero non stop de verdad, un sitio de alegría ininterrumpida concebido para glorificar la existencia. Y si lo piensas, querido Darío, inocente e iluso Darío, lo que el bueno de Milton nos quiso decir con su obra es que amemos todo eso, que todo eso es también el camino y que es de festejo obligado porque es lo único que hay. Si Milton hubiese sabido de la existencia de pasajes negros en el tiempo o vida en otros confines del espacio, ¿crees que se hubiese tomado la molestia de juntar tantos versos, tanta tristeza, tanta abolición del noble jolgorio humano sin ofrecernos una vía de escape digna, una esperanza a nuestra medida? Yo estoy aquí para darle una oportunidad a los que consideran que su obra peca de melancolía, de derrotismo, incluso de mojigatería protestante. Conmigo, dejará de llamarse paraíso perdido y se convertirá en el paraíso encontrado. Igual que tú deberías encontrar el tuyo y dejar de lamentarte y de manosear versos que no te llevan a ningún sitio. ¿Quieres la gloria? Ve a por ella, atrévete, no te acojones porque el camino sea oscuro y no esté iluminado. Escribe. hazlo con rabia, cágate de miedo a cada palabra, porque después del miedo, o de la mano, vendrá una alegría que no has conocido nunca y que te está esperando. Hablas siempre de Javier Marías y de otros como si fuesen dioses y no te das cuenta de que son como tú y como yo. La diferencia es que van a sitios caros y no tienen que tragarse la bazofia que nos tragamos nosotros ni llevan nuestros pantalones de baratillo ni viven en cuchitriles como los nuestros. Atrévete de una puñetera vez y sé uno de ellos, o mejor, sé tú. El mundo no necesita un Javier Marías 2, para ese no hay hueco, pero para ti sí lo habría. El problema es que no sabes si lo quieres. No sabes si esa vida desconocida será tan fácil como la de ahora con tus libritos ordenados y tus poemarios oscuros que no compra ni Dios.

Hubo una pausa y su vista se perdió en el infinito. Respiraba con dificultad y se llevó la palma de la mano a la boca del estómago. Otra vez la hernia, o los gases, quién sabe. Parecía suspendido en un más allá que había construido sin querer con sus palabras y ahora no supiese qué hacer allí colgado. Un equilibrista, un loco, alguien que despreciaba nuestro mundo.
-Lo que tengo que encontrar es un título -dijo finalmente-. Todavía no lo tengo. Regálame uno, Darío. Deja a tu imaginación que vuele un poco y entra conmigo en la posteridad, los dos de la mano con nuestros mejores trajes. Lo veo ya...

Al acabar su disertación cerró los ojos y se quedó teatralmente con las manos extendidas en el aire formando quizá la pasarela imaginaria de esa posteridad que veía en su cabeza. Vi que tenía un rastro de tomate frito en la barbilla, una mota, una partícula que, no se si por empezar a mezclarse con su sudor o por ser realmente de naturaleza mágica, comenzó a brillar como un punto final aseverativo del que no podía apartar los ojos. Muchas veces llegué a pensar que Mefisto poseía en verdad cualidades que no eran de este mundo, quizá insufladas en alguna visita nocturna de las suyas o inoculadas por él mismo a base de su perseverancia en lo irreal.
-No sé qué pensar, Mefisto -le respondí mientras intentaba reponerme y no parecer un enajenado, y a la vez digiriendo los reproches que me había hecho, no sin razón, pero para los que no me sentía preparado en ese momento, o alerta, o con esa fuerza que a veces infunden ciertos acontecimientos inesperados y nos impulsan hacia delante llenos de fe-, quizá tengas razón respecto a lo de Milton, y a todo en general, y mi juicio se haya quedado obsoleto. Tengo mis prejuicios, además de una edad que no empieza a ser la mejor para ciertas florituras. Puede que tu proyecto no sea del agrado de los miltónicos más ortodoxos, pero seguro que sorprenderá.
Preferí dejar pasar lo otro, lo que me concernía a quemarropa, y centrarme en el proyecto de traducción googeliana. En el fondo era terreno más firme: no me concernía, podía ser un espectador con derecho a carcajadas si así lo estimaba, o llegado el caso un lector sorprendido por la capacidad rupturista de un ser llegado de otra dimensión.
-Lo de la edad, Darío, es una excusa barata, como casi todas, una gilipollez. Tengo más años que tú. Los años no cuentan para eso. Es tu cabeza, o lo que han dejado de ella tantas lecturas herméticas. Si no te cuidas acabarás paseando un caniche un día de estos. Ya verás.
Su última frase la pronunció con el tenedor en la mano, apuntándome en señal de advertencia, o quizá apuntando a una zona inconcreta entre el techo del bar y mi cabeza en la que según él se encontraría mi opresor, ese tirano incorpóreo que me obligaba a ser cauto y respetuoso con las tradiciones y no acometer proyectos que se escapan a la razón. Pero no pude reprimir el recuerdo de ciertos versos del poema, juraría que del primer libro, esos que venían a decir: “Desde allí llama a sus legiones, especie de ángeles degenerados, que yacen en espeso montón, como las hojas de otoño de que están cubiertos los arroyos de Valleumbrosa, donde los bosques de Etruria forman elevados arcos de ramaje, como los juntos flotan dispersos por el agua, cuando Orión, armado de impetuosos vientos, combate las costas del mar Rojo”. Y reconozco inevitable que Mefis se me representara como uno de esos ángeles degenerados que yacen en espeso montón, un ángel confundido por la potencia cegadora de una luz, o de su recuerdo quizá, como lo estamos todos, caminando grotescamente por los arroyos de Valleumbrosa y atravesando tétricos arcos de ramaje. Quizá los ángeles caídos son más sabios que los que permanecen flotando entre las nubes con sus instrumentos barrocos y toda esa pedantería que da la bondad eterna. Quizá el hecho de caerse enseñe más que permanecer quieto, pasmado para siempre y embobado con los juegos que hace la luz y las sombras, esos bailes de salón de los que tanto se ha hablado pero parecen no cansarnos. Un loco inmaculado me había dicho la verdad. Menos mla que estaba por medio el cadáver incorrupto de un poeta inglés para esconderme detrás.
-¿Un karaoke esta noche? -me dijo tras apurar de un trago lo que quedaba de vino con gaseosa en su vaso.
-Así será -contesté.
-De paso te enseñaré la maravilla de traducción que hace Google en algunos versos, qué hijos de puta, no sé cómo lo harán pero el robot ese que tienen es un lince. Ríete de Wordsworth y de Keats, ese bicho es el mejor continuador de su obra y el que ha interiorizado con más claridad su legado poético.
Ya satisfecho con el efectismo de sus palabras, ya con el guiso de carne con tomate que le bullía reciente en el estómago, el caso es que se palmeó la tripa sonoramente antes de hacerle al camarero con la mano la habitual floritura en el aire para pedir la cuenta; aunque a mí me dio más la impresión de que rubricara facinerosamente y de un plumazo todo lo que me acababa de decir.

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