30/10/14

El desencanto es la consecuencia natural de haber vivido, un efecto de desgaste similar al de la pérdida de calcio en los huesos. Lo malo es que no haya ningún Danone (o no esté inventado aún) para paliar sus efectos. Por eso no es casualidad que sean siempre los jóvenes los que intentan cambiar las cosas, los que acampan en una plaza y se cuestionan el orden y los mecanismos retrógrados del sistema, los que vuelcan coches y los queman o los que se plantan delante de un tanque con la inocencia suficiente para pensar que no les matará. Es así y lo será por siempre. Los mayores asisten al acontecimiento sentados en un sillón, en silencio, dando ligeros golpes con la palma de la mano en el brazo tapizado, si es que asienten, o comprimiendo los dedos en forma de garra si están en contra. Gracias a estos espasmos, tan fisiológicos como políticos, las sociedades siguen vivas y corrigen las derrotas inevitables que se producen en sus travesías. La suma de muchas decepciones produce descreimiento. Si hemos visto estamparse contra el mismo muro al mismo coche durante treinta años llega un momento en que al ver entrar al conductor resoplamos con un sonido que acaba saliendo por la garganta en forma de despedida fúnebre, un descanse en paz perezoso que ya ni palabras encuentra porque no le quedan y no está por la labor de buscar nuevas. No puedo ni imaginar la condena de una vida eterna en la que fuésemos testigos de la sangre de Troya, Cartago, Salamina, Normandía, Lepanto, Austerlizt, Arausio, Midway, Tebas, Saigón, Dunkerque, Termópilas, Okinawa, Las Ardenas o Stalingrado. De todas ellas juntas creando un río que se desbordase cada noche en mitad del sueño. Supongo que el sentido común que le queda a nuestra biología es el que determina duraciones de vida razonables, nunca superiores a cien años por lo general, así como que sean los no desencantados, los no contagiados aún por el barniz paralizante del tiempo, los que se encarguen de hacer rechinar el timón cuando gira.

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