14/10/14

A veces tiene que aparecer de pronto la experiencia para contarnos las ventajas de los días nublados, tal y como lo haría un vendedor frente a su catálogo plastificado mientras nos dice que sí, que a su modo de ver la vida tiene un techo y nuestra misión es saber reptar por la franja intermedia para disfrutar de las maravillas de la existencia. Pero necesitaríamos una forma más teatral, como se lo diría por teléfono la Reina de Dinamarca a Hamlet. Cariño, tu padre está muerto y hoy está nublado, no podemos hacer nada al respecto. Y que la respiración del abrumado príncipe resonara inútil en el auricular de la madre. Pero Hamlet es tan joven que no es capaz de aceptar un después, no cree en el día siguiente ni en la necesidad de los sucesivos capítulos que se desplegarán, sombríos o no, pero inevitables. Los días nublados nos salvan de la agorafobia celeste que produce la vista del mundo al descubierto cuando miramos hacia arriba y nada se interpone entre nuestros ojos y lo absoluto. A la experiencia le da igual que viajes en un tren de dos pisos y que tú vayas en el de abajo, en un extremo, y que así disfrutes de una estampa de seres desperdigados y protegidos del resto por sus propios campos de fuerza que quizá también les defiendan a su manera de los días nublados. Aunque lo cierto es que todos echamos de menos que suene el teléfono y sea nuestra madre, Reina de Dinamarca o no, para decirnos dulcemente que no podemos hacer nada al respecto.

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