13/10/14

Pongamos a un ser humano en un limbo y a su lado una sartén antiadherente. Cuando somos jóvenes nada se nos pega. Basta un chorro de agua para pasar de una cosa a otra. Las experiencias se multiplican al infinito haciéndonos creer que la vida es eso y que funcionará así siempre: contactos inagotables, cuerpos que resbalan por su cubierta como si estuviesen a expensas de la alegre marea que produce una mano desconocida en el aire. Con la madurez llega el desgaste. La capa antiadherente comienza a presentar islas desconchadas que dejan ver el hierro, lo negro. Los contactos inauguran la huella. Un sabor se mezcla con otro hasta que consigue que todo sepa a lo mismo. Las experiencias nos queman porque hasta la fecha nadie ha inventado otro sistema de combustión cuyo alimento no dependa de aquello que arde. La acción abrasiva del estropajo, por su parte, no hace más que agravar el problema: la pulcritud mística lleva de la mano una erosión más profunda que acabará inutilizándonos. Si miramos hacia arriba con la esperanza de pedirle explicaciones al fabricante encontraremos idéntica soledad que las que producen esas músicas de piano que se repiten en bucle cuando llamamos a una empresa. En ese momento echamos de menos al San Agustín escondido (otros a un mago, a un boxeador famoso, a un músico que estuvo cerca de la luz o a sus propias fuerzas puestas de puntillas) para que nos pongan en contacto con la solución. Y el Santo (o el mago, luchador, músico o las fuerzas que sean) nos mira como el que mira a un niño que acaba de romper algo y creyese que escondiendo los trozos es como si nunca hubiera pasado. ‘Eres idiota: el antiadherente que perdiste te dejó algo a cambio, ¿no lo ves? Y deja ya de lloriquear’, nos dice, y luego coge la sartén por el mango y nos la acerca a la cara como si fuese un espejo, porque quizá lo sea: puede que haber vivido tantos siglos le haya enseñado que todos los seres humanos se resumen en uno cualquiera.

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