20/9/14

Usé durante años la base rítmica de Billie Jean para caminar. Me servía para moverme por pasillos de multinacionales junto a mi ego, por bares nocturnos, terminales de aeropuerto, incluso por mi cama (mentalmente) cuando me disponía a dormir y todo sucedía como en esos treinta segundos antes de que empiece la película en el cine. Usar la base rítmica de Billie Jean no significa que fuese parte de la banda sonora de mi vida, como diría un redactor cursi de televisión. Usarla me sirvió para asfaltar un camino, algo. No recuerdo todo aquello con nostalgia, más bien como la información residual de haber leído la composición de un medicamento hace años y un día recitarla sin motivo. El porcentaje de amoxicilina que contenía me sirvió para permanecer a salvo de ciertas derivas, de caídas en agujeros llenos de clavos oxidados de los que pude salir airoso gracias a la secuencia de ese bajo repetitivo que se mezclaba con la batería por debajo mientras le dejaba sitio por encima a los acordes del sintetizador. El bajo es el que marca el paso en todas las canciones, el del trabajo sucio, el que echa carbón para que la cosa se mueva. Uno de los pocos consejos que se le puede dar a un adolescente es que elija muy bien la base rítmica de una canción y que sobre ella comience a andar, que la trate sin miramientos, como un papel muy largo, como la señalética de un hipermercado, que piense en ella como una hilera de migas de pan que alguien, tres metros por delante, tiene la deferencia de ir tirando para que no se pierda.

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