4/9/14

Nada más abrir la puerta sentimos la avalancha de olor a cerrado y a humedad, ambos mezclados y compitiendo por ver quién llegaba primero a nuestros pulmones. Mientras avanzábamos por el pasillo pensaba que el ropero de un ratón debería oler así, sólo tenía que encogerme mentalmente hasta conseguir su tamaño y localizarlo tras una pared, entonces sabría si es verdad que huelen así sus roperos con sombreros de ratón, su ropa de cuando corren tras el queso y sus trajes oscuros de los entierros. Todos ellos serían recorridos por mi mano mientras disfrutaba del olor tan incierto que en ese momento estaba delante y alrededor, avanzando a nuestro paso por el desfiladero que daba a un salón diminuto con la pintura carcomida y un póster de un paisaje suizo con la cabina de un teleférico rojo en primer plano, sólo eso, un trozo de hierro parado en medio del vacío ante una montaña nevada. Se supone que en ese piso pondríamos la agencia, y cuando uno supone esas cosas le da por girar muy despacio con los brazos en jarras para verse allí o para ver si es capaz de imaginar un futuro con la luz suficiente, desdoblarse para espiarse, una espalda contra un ordenador, unas manos en la nuca mientras el cuerpo gira en una silla comprada en una web de imitaciones italianas, el balanceo de la felicidad que siempre transcurre a cámara lenta y en un cuerpo desdoblado que contemplamos con asombro queriendo que nunca deje de girar. Pero ninguno de los dos fue capaz de encontrar su imagen, a pesar de que la foto del teleférico se mostraba tentadora como la primera página de un libro que deseásemos leer desde hace miles de años. Fue otro el sitio pero la aventura duró poco. Tendría que existir una enciclopedia de salidas en falso o una Historia detallada de comienzos que no llegaron a ningún sitio, vademécum de prólogos en los que quedarse sin aire y volverse loco porque nada avanza, nada se mueve. El que estuvo en ese piso conmigo (hace ya cuatro años) se acabó marchando a Nueva York. Dejamos de hablarnos. Sólo quedaron las fotos esporádicas en su muro: unas veces tomando cerveza en un apartamento con asiáticas que parecían profesionales de la felicidad ante luces metidas en tubos de plástico que serpenteaban por la habitación y que parecían atravesar también sus cuerpos, otras en calles que no conocía, en invierno, resoplando en las manos mientras en los techos de algunos coches resplandecía la pureza de una parcela nevada que me decía: esto es América y aquí podrías construir tu casa si no fueses un cobarde. Le perdí de vista. No es que dejase de ser su amigo, supongo que lo sigue siendo allí donde esté, incluso si sigue en el salón de las luces orientales o si se encuentra como yo, muchas veces, dentro de la cabina de ese teleférico rojo a medio camino entre dos montañas, esperando nadie sabe qué.

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